Recuerdo bien que, en un ejercicio universitario de escritura semiautomática (ninguna expresión del logos es del todo automática), escribí: “Tu primera palabra fue Copérnico”, desarrollando así la idea fugaz de un bebé cuya primera manifestación lingüística fuera el nombre del gran polímata del Renacimiento.
En realidad, fue al revés: primero me asaltó un endecasílabo y luego desarrollé una idea. En cualquier caso, la idea de un bebé instantáneamente articulado regresó años después en un libro de Stephen Pinker sobre nuestra intuición y desarrollo del lenguaje, en cuya página 260 se recoge una noticia publicada por el periódico Sun en 1985: “BEBÉ NACE HABLANDO, DESCRIBE EL CIELO”. Según el artículo, la recién nacida Naomi Montefusco sorprendió al equipo obstétrico al cantar, segundos después de haber nacido, las loas de la vida en el cielo.
Es una ficción recurrente, pero lo cierto es que la mayoría de los bebés no comienzan a hablar hasta el año de nacidos, combinando palabras al año y medio y articulando oraciones fluidamente gramaticales hasta que tienen tres años. Eso sí, hay múltiples y sorprendentes sonidos guturales desde el primer minuto, ruidillos animales que se deben a que su tracto vocal es idéntico al de un mamífero no-humano, con la laringe como un periscopio que alcanza el pasaje nasal, lo cual le permite al bebé beber y respirar al mismo tiempo. Es hasta los tres meses que la laringe desciende a las profundidades de la garganta y abre la faringe, esa cavidad detrás de la lengua que le permite a ésta moverse hacia adelante y hacia atrás y producir toda la variedad de sonidos vocálicos igual que los adultos.
Respuesta ante la amenaza
Ah, son cinco primeros meses de tragos, eructos, llantos, alaridos, suspiros, chasquidos, gruñidos, gemidos, carraspeos y todo tipo de encantadores sonidos que poco a poco se transforman en un juego por parte del bebé, que está experimentando y descubriendo sus vocales y consonantes. Después comenzarán a balbucear con sílabas sencillas, como da-da, y luego combinadas, como da-di, hasta que al final del primer año producen esa encantadora jerigonza con la que creen hablar. El balbuceo es crucial, ya que al escucharse a sí mismos los bebés regulan sus movimientos musculares para producir diferentes sonidos: puro autoajuste antes de hablar.
Al año, más o menos, los bebés comienzan a entender palabras aisladas e incluso a decirlas, pero no “Copérnico” sino palabras asociadas a comida, ropa u objetos caseros, además de palabras que describen acciones, afirmaciones y negaciones. Todo muy sencillo, hasta que, a los dieciocho meses, el lenguaje despega verdaderamente y el crecimiento del vocabulario brinca al ritmo de una nueva palabra cada dos horas, además de generar combinaciones de dos palabras y hasta de tres. Entre los dos y los tres años, el lenguaje florece tan rápidamente que los investigadores se pierden en la secuencia del aprendizaje, con los tipos sintácticos incrementándose exponencialmente y las oraciones extendiéndose cada vez más, todo ello con una sorprendente congruencia gramatical y respetando intuitivamente normas universales.
Los bebés, pues, no nacen hablando, eso sucede hasta los tres años. Antes, se dedican a una actividad que los adultos deberíamos practicar más: se dedican a escuchar, a sí mismos y a los demás, aceitando con deliciosa paciencia el mecanismo de su articulación lingüística.