Elon Musk, con una fortuna estimada en 314 mil millones de dólares (aproximadamente 5.8 billones de pesos mexicanos), acumula una riqueza que equivale al Producto Interno Bruto combinado de los estados de México, Nuevo León y la Ciudad de México, más de la mitad del presupuesto de México en 2025 o la economía completa de Finlandia.
El hombre más rico del mundo se ha asociado con Donald Trump, quien podría consolidarse como el más poderoso del planeta, para liderar una transformación del aparato gubernamental estadounidense que promete desmantelar sus instituciones desde dentro.
El nombramiento de Elon Musk y Vivek Ramaswamy al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental marca un hito en la política estadounidense: un acercamiento cínico entre el poder económico extremo y el poder político. Musk “donó” al menos 116 millones de dólares a la campaña de Trump y hoy tiene el oído presidencial a su entera disposición. Bajo el discurso de la eficiencia y la modernización, esta alianza redefine las reglas del juego en la administración pública. Pero la figura de Musk, con su historial de promesas disruptivas y decisiones controvertidas, levanta dudas sobre si estas reformas realmente beneficiarán a las mayorías o a los intereses privados que él representa. El conflicto de interés será la norma.
Murat y la 4T, el mundo al revés
Musk, quien lidera empresas como Tesla y SpaceX, será un beneficiario directo de las políticas de desregulación impulsadas por Trump. Mientras promete una administración más transparente y ágil, su historial muestra que esta “transparencia” suele centrarse en sus propios proyectos, como la facilitación de vehículos autónomos, la Inteligencia Artificial o la regulación espacial, en los que ya compite con el respaldo de contratos federales multimillonarios. Este modelo, aunque presentado como una innovación, refuerza las asimetrías entre la política pública y los intereses privados.
El impacto de esta dinámica trasciende las fronteras estadounidenses y resuena en otros contextos. En la Ciudad de México, se promovió la digitalización y modernización administrativa con promesas similares de transparencia que hoy se pretenden replicar a nivel federal. Sin embargo, los resultados fueron cuestionados, especialmente en la opacidad de los contratos públicos. La modernización del proyecto justifica la destrucción de todo lo que estorbe, llámese contrapeso institucional o límite al poder. En esta estrategia llevada a cabo en nombre de la mayoría, los resultados serán probablemente limitados para los ciudadanos, pero redituables para la concentración de poder.
El paralelismo con Lutero es sutil pero revelador. Así como la Reforma desafió el poder centralizado de la Iglesia, aquí lo que se cuestiona es la capacidad del Estado para mantenerse como árbitro neutral frente a los intereses particulares. Pero, a diferencia de Lutero, quien dividió una institución sin destruirla, lo que estamos viendo es un proceso en el que el Estado, en nombre de la reforma transformadora, va a desmantelarse desde dentro.
Este fenómeno, alimentado por dinámicas populistas y la concentración del poder, redefine los términos de la gobernanza, dejando abierta la pregunta sobre las consecuencias de una estructura que se rehace para servir a unos pocos en nombre de un discurso que dice velar por la mayoría.