“A Julieta y Carolina, por emocionarse conmigo”.
Me encantan (me imantan) las palabras. Quiero hurgar en ellas, por asombrantes, reveladoras. Ahora ando loca por los apellidos, nombres hereditarios que establecen filiación familiar. Respiran pertenencia. Huelen a origen.
Cada uno de ellos es cuestión de chiripa. Nos tocan por azar joyas como Ladrón, Cabeza de Vaca, Gordillo, Patán. Podría preguntarle su opinión a la poeta costarricense Eunice Odio, quien vivió años en México, pero tuvo un problema personal que me impide plantear el asunto. El problema personal es que se murió en 1974. Lo curioso es que fue amiga de Pita Amor, quien se cargaba otro nombre familiar único. La vida a veces derrocha ironía.
Segob en San Lázaro
Cuenta don Quijote de la Mancha: “Yo me acuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre ‘Machuca’, y así él como sus descendientes se llamaron desde aquel día ‘Vargas y Machuca’” (Cap. VIII, 1.a parte). Me interesan los apellidos que surgieron a partir de historias o hechos identificables.
Conforme crecía la población y para distinguir homónimos (“¿Cuál Pedro?”), en lo que hoy llamamos España añadieron el sufijo -ez, “hijo de”. Pedro Sánchez era descendiente de Sancho, mientras Pedro Benítez designaba al sucesor de Benito. En Los 1001 años de la lengua española, el filólogo Antonio Alatorre apunta que esa terminación latina dominó la Península ibérica; de ahí los Martínez, López, Hernández, Pérez y otros que llegan hasta hoy. También surgieron nombres de oficios que se heredaban por generaciones, como Leñero, Pescador, Molinero, Peón, Guerrero, Pastor o Zapatero. Genio y figura, dirían. Otros destacaban manchadamente un rasgo físico: Calvo, Malacara, Obeso, Bocanegra, Viejo, Cabezón. En cuarto lugar están los topónimos, de quienes vivían cerca Del Monte, Del Río, Del Pozo, en Cuevas, Torres, Llanos y (menos obvios) los aplicados a personas de regiones cuajadas de Romero, Espino, Cedro, Manzano. Se añaden los de quienes criaban animales: Cordero, Vaca, Cerdo. En estas cinco categorías se inscriben muchos apellidos actuales, a los que el uso ha desdibujado el referente original. En el siglo XIV los apellidos fueron fijados por ley en España. Leerlos críticamente hoy transparenta la primacía masculina: por siglos, el linaje vino sólo de actividades paternas. Mucho más tarde se añadió el nombre de la madre.
Me gusta tomar distancia para recuperar la literalidad: pienso que mi gente en efecto cría una Becerra, vive cerca Del Valle, a la orilla de una Rivera o cerca De la Borbolla, anda por la vida con un Clavel en la mano, se desliza por una Baranda para salir de casa o presume el cuellazo de una Garza. Son un primor accesible.
Mi mayor deslumbre vino con el que leí hace tiempo en la cédula de un taxista: Joaquín Agonizante. Mátenme ésa.