LAS CLAVES

Silencios, cuerpos, cicatrices y miradas

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Veo que mis ojos no ven: se inundan de agua. Los ojos son espejos. Mirar, a veces, es condición de espina: la mirada no debe mancillar a lo mirado, al cuerpo que pasa en redondel por las iniciales de la luz. Veo una música que se arremolina en mis oídos. Veo en los ojos de la niña una piel de agujeros abiertos que transpira la abundancia del deseo. Dermis, cuchillo en los bordes del mar: espuma de olor brotando en la penumbra que opaca la mirada del deseoso. Cuerpo memorioso. Domos custodiando el sueño. “Puedo mirar tus manos preferidas / y el acanto de tus sienes redoradas” (Lezama Lima).

Cuando vi en la infancia la desnudez de una muchacha que acariciaba un pez en el río, supe que había la posibilidad de construir el mundo desde la mirada. Ver es oscilar por los intersticios de la espesura. La muchacha “sola, / abandonada como el ojo en el perfil del pez” (J. Amada Hernández) se ausentaba asediada por el filo de mis ojos. Fijeza, su cuerpo desnudo que se lanzaba sobre los milagros encimados sobre la cruz del silencio. Toda desnudez sigue siendo para mí la desnudez de esa muchacha. “Primera luz de una ceniza atarte / al borrado principio que nos lleva /--fino aliento extendido como seda-- / galopando al espejo donde recobrarte” (Lezama Lima).

Hay una pausa en los cuerpos enlazados. Hay un miedo en el descubrimiento de la luz. Hay un desamparo en el abismo de la noche. Hay una irresistible melodía en la madeja que alberga el hilo que teje los capítulos del deseo. Tiempo de penuria. Estación de la desnudez en suspendida comunión con los peces que imaginan los marineros cansados. “Si la lujuria borra nuestro sentido / el sueño le retoca cuando el cuerpo voltea. / Oscuro laberinto derretido” (Lezama Lima).

Mi madre tenía un sombrero negro: era un aluvión de señas levantadas en el horizonte. Yo la espiaba, la miraba cuando en la noche se lo ponía y se enfrentaba a la luna y cantaba imitando a Libertad Lamarque. Mi madre vocalizaba “Fumando espero” y se tocaba las bragaduras con el sombrero negro de encajes. Ella era un ángel con la lobreguez del sombrero en las frondas de mis ojos confidentes. “La madre es fría y esta cumplida” (Lezama Lima)

Mi abuela materna murió un domingo de diciembre. Yo era un niño hambriento y la raíz del duelo se convirtió en cicatriz, una abertura por donde entraron los milagros de aquella abuela que me llevaba en un carretón por todo Guantánamo a descubrir los milagros y la sangre de los aguaceros en la mañana que ella anunciaba con su voz de pregrina. Yo tuve una abuela que tenía unas manos de enjambres con unos dedos que se columpiaban en los acasos. Yo tuve una abuela que murió un domingo de diciembre.

No hay avidez: hay pretensión. No hay deseo porque lo deseoso es tenderse: danzar, concurrir y levantarse en vuelo por los posibles pozos del naufragio. “Deseoso es aquel que huye de su madre. / Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva. / La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto. /Deseosos es dejar de ver a su madre/ El deseoso es huidizo / y de los cabezazos con nuestras madres cae el planeta centro de mesa / y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres?” (José Lezama Lima).

Portada del libro "Poesía completa" ı Foto: Especial

Poesía completa

  • Autor: José Lezama Lima
  • Editorial: Sexto Piso