Thomas Chatterton nació en Bristol en 1752. Ahí, estudió en el Colegio de Colston, donde fue aprendiz de abogado durante unos meses, pero su historial académico importa menos que los atisbos de su genio.
Su padre murió tres meses antes de que él naciera, y desde muy temprana edad, Chatterton se había declarado fascinado por la antigua iglesia de Santa María de Redcliffe, donde su padre había alguna vez cantado como corista. Tenía apenas siete años cuando su madre le regaló parte de un manuscrito que había sido hallado en el archivo de dicha iglesia, y, de golpe, su imaginación quedó formada. Chatterton le dijo a su madre que “había hallado un tesoro, que estaba muy feliz, que nada se le podía comparar”. La madre declaró después: “Se enamoró”, con la antigüedad, con el pasado de Bristol. Comenzó a escribir poemas y, a la edad de quince o dieciséis, compuso la secuencia de poemas de “Rowley”: versos manifiestamente escritos por un monje medieval, y que por muchos años así fueron aceptados, pero que en realidad eran la obra del joven Chatterton, ventrílocuo virtuoso, que había conseguido crear un auténtico estilo medieval con una mezcla única de sus propias lecturas y su invención personal.
Cansado, finalmente, de Bristol, y tentado por el prospecto del éxito literario, Thomas Chatterton viajó a Londres a la edad de diecisiete años. Pero su hambre de fama no sería saciada, al menos en vida: los vendedores de libros carecían de entusiasmo o eran indolentes, y los periódicos londinenses le rechazaron sus elegías y los versos de ocasión que les propuso. Al principio, se quedó con unos parientes en Shoreditch, pero en mayo de 1770 se mudó a un pequeño ático en Brooke Street, Holborn. Fue ahí cuando, en la mañana del 24 de agosto de ese año, exhausto en su lucha contra la pobreza y el hambre, y contra el fracaso, consumió arsénico y murió. Cuando lo encontraron, había pedazos de papel cubiertos con su escritura desperdigados en el piso. Se llevó a cabo una investigación y se dictaminó que su muerte había sido felo de se, o suicidio. A la mañana siguiente, fue enterrado en el cementerio de Shoe Lane Workhouse. Y, aunque existe un retrato suyo contemporáneo a sus años, la imagen que ha quedado para la posteridad del “chico maravilloso” es el cuadro de Henry Wallis, La muerte de Chatterton, de 1856, para el cual modeló el joven George Meredith como la sublimación del poeta romántico muerto en su ático.
De los poetas ingleses, Chatterton tipifica el compromiso con la vida de la imaginación. Su suicidio precoz representa el martirio del poeta a manos de la sociedad materialista de su época. Y su obra, pero sobre todo su muerte, marcaron profundamente a Coleridge, a Keats y a Shelley (también a Dante Gabriel Rosetti). Vale la pena citar dos versos suyos, escritos meses antes de su muerte:
“ Ya viene el tiempo de mi despedida,
el huracán que esparcirá mis hojas está cerca”.