La editorial Grano de Sal, que dirige Tomás Granados, ha traducido y editado el libro Odio público. Uso y abuso del discurso intolerante (2024), del filósofo italiano Corrado Fumagalli, profesor de la Universidad de Génova. Se trata de un ensayo de urgente lectura en cualquier país, pero sobre todo en aquellos gobernados por líderes o partidos convencidos de que una hegemonía se edifica sobre la destrucción del prestigio de sus rivales.
Fumagalli propone una tipología genérica del discurso de odio, que incluiría la concepción legalista, la ordinaria y la política. La primera tiene que ver con la delimitación de aquellas incitaciones públicas al odio que deberían ser penalizadas y las que no. La segunda corresponde a la visión más generalizada que pertenece al ámbito de lo tolerable o lo intolerable en la moralidad pública. La tercera, en cambio, es la que se refiere específicamente a los usos y abusos de la descalificación y la estigmatización en la lucha política.
En la primera acepción, Fumagalli destaca el aumento de mecanismos punitivos para coaccionar las expresiones de racismo, machismo, homofobia o xenofobia que se reproducen en el mundo como consecuencia, en buena medida, del ascenso de agrupaciones y liderazgos que basan sus programas de gobierno en la exclusión de sujetos con identidades marginalizadas o discriminadas.
La segunda acepción, sostiene el filósofo italiano, es la que se encuentra en una situación más precaria en términos de normatividad global, regional o nacional, ya que implica cualquier posicionamiento en contra de otros en la esfera pública. Una esfera pública radicalmente pluralizada y diseminada por la revolución tecnológica y digital del siglo XXI. Cómo normar y penalizar el odio en las redes sociales, por ejemplo, sería una pregunta básica en ese segundo nivel del fenómeno.
La concepción propiamente política del discurso del odio, la más peligrosa potencialmente, por poder desembocar en exclusiones fatales, como la cárcel, el éxodo o la ejecución, es la que tiene que ver con el conflicto político. Fumagalli es autor de algunas páginas clarísimas sobre la diferencia sustancial entre un grafiti, una caricatura, una crítica en las redes sociales o un artículo de opinión y un llamado a la limitación de derechos de ciudadanos desde un gobierno o una oposición.
En contextos democráticos, esta última modalidad tiende a ser mejor identificada en los gobiernos que en las oposiciones, ya que se atribuye a las segundas una desfavorable condición subalterna. En contextos autocráticos, sin embargo, se llega a producir el fenómeno contrario: muchas veces los mandatarios o los partidos gobernantes se presentan como víctimas del odio opositor.
No es algo que estudia, ni tendría por qué estudiar Fumagalli, pero en países donde un mismo grupo controla el poder por décadas o un presidente puede reelegirse indefinidamente, como Cuba, Venezuela o Nicaragua, se ha vuelto habitual que el discurso oficial llame “odiadores” a los opositores, sean estos militantes de partidos políticos, intelectuales, artistas o activistas cívicos.
En algunos gobiernos antidemocráticos, como el ruso, se han llegado a tipificar las diversas formas en que una crítica pública al régimen de Vladimir Putin llegaría a constituir un crimen de odio contra Rusia, la religión ortodoxa o el Kremlin. Allí la intolerancia del poder se desdobla en una victimización oficial frente a la crítica opositora.
Se trata de un fenómeno cada vez más frecuente, a todos los niveles de la sociedad, también en sólidos sistemas políticos democráticos. Sobran los actores sociales con suficiente poder, en una empresa, una iglesia o una universidad, para presentarse como víctimas de un discurso de odio. Cuando eso sucede, nos dice Corrado Fumagalli, asistimos a una situación de intolerancia tolerada o, lo que es lo mismo, a una normalización del odio.