La —al mismo tiempo— abrupta y largamente esperada caída, el fin de semana pasado, del régimen despótico vigente durante cinco décadas en Siria, es la noticia que mayor atención ha suscitado en la comunidad internacional en los últimos días.
El fin de la tiranía de El Asad es en verdad muy emocionante, pues abre la posibilidad de un cambio político positivo largamente esperado para Siria. Tras medio siglo de gobierno de Hafez y, luego, de su hijo Bashar El Asad, y trece años de una cruenta y desgarradora guerra civil, tras múltiples intentos de derrocamiento, finalmente éste se materializó con la huida del dictador, quien, como era de esperarse, recibió asilo —¿dónde más?— en Rusia, por parte de su protector, el igualmente tirano Vladimir Putin.
No es fácil aventurarse a definir con precisión cuál será el derrotero que vaya a seguir Siria. Se abren algunos escenarios. Desde luego, se trata de un duro revés para Rusia, Irán y Hezbollah, y, en esa lógica, cabe esperar alguna reacción, dado que, previsiblemente, no se quedarán cruzados de brazos. Así pues, en primer lugar, puede ser que El Asad intente, con el apoyo de Putin, recuperar el poder perdido. Si no fuera así y avanzara la transición a una suerte de gobierno, ya no digamos democrático, sino al menos algo alejado del despotismo previo —cosa nada difícil—, la historia reciente ofrece algunas alternativas.
El mejor escenario, sin duda, sería el de una transición ordenada que diera lugar a un nuevo régimen constitucional. Respaldado en la resolución 2254 emitida por la Organización de las Naciones Unidas, puede ser el camino para que la comunidad internacional preste apoyo técnico para arribar a un consenso que permita la construcción de un gran acuerdo nacional, en el que estén incorporados los distintos grupos étnicos y religiosos que se rebelaron y que posibilite la edificación de instituciones estatales y la celebración de próximas elecciones en las que participen desde los partidos políticos tradicionales, como el mismo Baaz, hasta los movimientos políticos y sociales que posibilitaron el cambio, inclusive los de inspiración islámica radical. Una solución así recordaría el diseño del arreglo político y el sistema electoral para Irak, tras la caída del régimen de Sadam Hussein; diseño en el que, por cierto, tuvieron participación los politólogos mexicanos Alonso Lujambio y Jacqueline Peschard.
Otra opción pudiera ser un gobierno transitorio local débil, con una fuerte dependencia de algún acuerdo entre las potencias extranjeras con injerencia en el país: Estados Unidos, Israel, Turquía y la propia Rusia. Sería algo parecido a lo que ocurre en el Líbano desde hace décadas. No es el mejor arreglo, pero podría llegar a ser la mejor solución posible, dado que el nuevo gobierno tendría que sortear equilibrios muy precarios entre las comunidades religiosas y étnicas, con escenarios muy posibles de desestabilización.
Finalmente, lo menos deseado, que en mucho recordaría a lo sucedido en Libia tras la caída de Gadafi, sería el de la anarquía y un vacío de poder que vendría, en parte, a ser asumido por grupos extremistas y milicianos regionales, incapaces de consolidar un Estado central fuerte, manteniendo a la deriva a la población del país. Un Estado fallido, pues.
En fin. A pesar de lo débil y precaria que puede ser la ruta de la transición, es sin duda una estupenda noticia que hoy un tirano menos detente el poder. No debería haberlos en ninguna parte.