Las imágenes desde esta última semana revelaron algo que ya todos sabíamos, Bashar al Assad es uno de los personajes más sanguinarios de la era moderna. Más de medio millón de personas han muerto en la guerra civil siria. Decenas de miles fueron torturados y asesinados en las cárceles del carnicero de Damasco.
No obstante, tan sólo hace unas semanas parecía que la permanencia de Assad estaba asegurada. Incluso sus enemigos acérrimos y aliados de los rebeldes sunitas, como Arabia Saudita, y actores en Occidente, sopesaron restablecer relaciones con él. Sin embargo, detrás de la imagen de fuerza que Assad lograba proyectar, con sus patrones Irán y Rusia de fondo, se escondía una realidad que terminó por atraparlo: la furia de un pueblo entero cansado por años de opresión —sí, incluso dentro de círculos alawaitas, la minoría étnica a la que pertenece—. Un castillo de naipes invisible a los ojos que esperaba el momento para derrumbarse.
Irónicamente fue Nasrallah, el líder de Hezbolá, el aliado más cercano a Assad, quien detonaría la corriente que terminaría derrocando el castillo. Después del ataque del 7 de octubre, Israel entró en una grave crisis estratégica. En guerra con Hamas en el sur y en guerra con Hezbolá en el norte. Nasrallah, en un cálculo táctico que le costaría la vida, no sólo subestimó las capacidades de Israel y sobreestimo su propia fuerza, sino que, erróneamente, pensó que Israel no tomaría el riesgo de atentar contra su vida. Después de sacar a 70 por ciento de sus tropas de Gaza, Israel utilizó su ventaja en Inteligencia para eliminar a cientos de los mandos de Hezbolá y su fuerza militar para acabar con más de cincuenta por ciento de su aparato armamentístico.
Murat y la 4T, el mundo al revés
Assad se quedó solo. Si bien es cierto que los rusos le prestaban aviones y pilotos para masacrar a su propio pueblo, y que los iraníes le proporcionaban inteligencia militar, armamento y recursos, Hezbolá apoyó a Assad por años con batallones enteros —muchos de éstos estuvieron detrás de la masacre de miles de sirios—. Percibiendo la debilidad militar de Assad los rebeldes decidieron atacar. Es cierto que los rebeldes invirtieron años en entrenamiento y disciplina y que el ahora famoso Joliani decidió inteligentemente desvincularse de Al-Qaeda y formar alianzas con líderes de distintos grupos étnicos y religiosos, prometiendo respetarlos. Sin embargo, la victoria rebelde no se debe sólo a su proeza militar o política, sino a la realidad siria: ni siquiera sus propios soldados salieron a defender al régimen, los rebeldes entraron casi sin oposición a Damasco.
Dos imágenes quedan en mi mente de los reportajes de esta semana. Por un lado, el video de rebeldes prendiendo fuego a la tumba de Hafez al Assad —padre de Bashar, y quien iniciara la dictadura familiar y masacrara, como su hijo, a miles—. Por el otro, la escena en la que Clarissa Ward, periodista de CNN, rescató por casualidad a un preso olvidado en una de las prisiones de Assad. El hombre llevaba cuatro días sin agua ni luz y gritó de emoción cuando salió de prisión y volvió a ver el sol.