Se acerca el invierno y descolgamos los abrigos del ropero. Pronto acabará 2024 y resulta inevitable pensar acerca de lo que hicimos o dejamos de hacer en este año y de lo que queremos hacer o dejar de hacer en el que viene.
Diciembre nos pone a todos un poco filosóficos.
En algunas culturas se ha trazado una analogía entre las cuatro estaciones del año y las cuatro edades de la vida humana. A la primavera corresponde la infancia, al verano la juventud, al otoño la madurez y al invierno la vejez. Estas metáforas son útiles e ilustrativas. La comparación nos permite equiparar las etapas de nuestra existencia con los ciclos de la naturaleza, lo que durante la vejez nos brinda cierto consuelo, ya que nos ayuda a aceptar que como todo lo que existe en el universo, nuestra vida tiene etapas definidas de antemano que no se pueden saltar ni evitar. Hay incluso cierta belleza en la analogía propuesta porque podemos imaginar escenarios naturales que coincidan con nuestros cambios físicos y emocionales: un prado con flores, para la infancia, un campo de cultivo, para la juventud, un bosque con el suelo cubierto de hojas secas, para la madurez, una colina nevada, para la vejez.
Murat y la 4T, el mundo al revés
En su magna obra El criticón, publicada entre 1651 y 1657, Baltasar Gracián desarrolló esta analogía de manera admirable. Gracián ofreció una filosofía de la vida humana en la que las cuatro edades se describen como estaciones en un camino que recorren dos personajes para llegar al destino final de la existencia, que para la mayoría de nosotros, es la muerte y que, para unos pocos privilegiados, es la inmortalidad fruto de la fama merecida. No se puede entender el valor y el sentido de la vida humana si no tomamos muy en serio las cuatro estaciones de nuestra existencia. Suponer que podemos responder a la pregunta sobre el sentido y el valor de nuestra vida de manera abstracta, sin tomar en cuenta que siempre estamos en alguna de esas cuatro edades, es caer en un grave error filosófico.
No obstante, es un hecho que no todos viven su infancia, su juventud, su madurez y su vejez de la misma manera. Por eso mismo, la equivalencia entre las cuatro edades de la vida humana y las cuatro estaciones, no debe tomarse como una regla sin excepción. O, dicho de otro modo, no debemos dejarnos dominar por el sugestivo poder de la metáfora. Hay equivalencias individuales que rompen con el plano trazado. Por ejemplo, hay quienes viven su infancia como un invierno, por lo crudo de su existencia, por lo oscuro de su panorama. También hay quienes viven su juventud como un otoño, por la impotencia de su cotidianidad, por la gris incertidumbre de su futuro. Otros, en cambio, viven su madurez como un verano por la realización luminosa de sus proyectos, la plenitud de sus potencialidades, la rica cosecha de sus logros. Y, por último, hay algunos que viven su vejez como una insólita primavera, por haber salido del crudo invierno de sus condiciones previas y por recibir con alegría y tranquilidad los beneficios regalados en los años postreros.
Ya que estamos en este ejercicio de recombinar las semejanzas antes mencionadas, podemos pensar que hay seres desgraciados que siempre viven, desde la infancia hasta la vejez, en un invierno sin fin, como si fueran esquimales de la vida humana, o en otros seres afortunados que siempre viven, de la infancia a la vejez, en una primavera indefinida, como si fueran habitantes dichosos de los más plácidos trópicos.
Todos hemos escuchado alguna vez “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. Esta composición musical no pasa de moda porque captura de manera magistral lo que imaginamos sobre cada una de las estaciones sin tener que expresarlo con palabras. Podemos disfrutar esta obra de Vivaldi en cualquier edad, en la infancia, la juventud, la madurez y la vejez; siempre tendrá algo interesante que decirnos. De la misma manera, podemos adoptar la analogía entre las estaciones del año y las edades de la vida en cualquier momento de nuestra existencia y encontrar en ella, más allá de cuál sea nuestra circunstancia particular, una valiosa fuente de reflexión.