El último libro del historiador Jean Meyer recuerda lo que, no por evidente, olvidan quienes entienden el mundo desde perspectivas exclusivamente geopolíticas. Las guerras de nuestro tiempo siguen siendo fenómenos religiosos, incluso aquellas que tienen lugar en Occidente, como la desatada tras la invasión rusa de Ucrania.
En Una guerra ortodoxa (Bonilla Artigas, 2024) Meyer argumenta que el Estado soviético, constitucionalmente definido como ateo, desarrolló una política religiosa que limitaba a la Iglesia Ortodoxa en su labor pastoral, pero reportaba no pocos beneficios como el control de la expansión de otras religiones y el avance de las corrientes prooccidentales dentro de la URSS.
Buena prueba de aquel entendimiento fue la colaboración represiva entre la KGB, el PCUS y la Iglesia, que se evidenció en el caso Gleb Yakunin y Nikolai Eishliman, dos sacerdotes acusados de “rebelión religiosa” y “sedición cívica” en 1965, por una carta enviada al patriarca Alexei en que denunciaban el “servilismo” del Santo Sínodo con las violaciones de la legislación religiosa del Estado soviético.
Layda, en falta
Las leyes promovidas por Mijaíl Gorbachov durante la perestroika y las glasnost flexibilizaron el ateísmo, pero abrieron el mapa religioso a Occidente. La de 1988, que celebró el milenio de la Rus de Kiev, tras el bautizo de Volodimir en el año 988, reconoció más de 2,000 congregaciones ortodoxas y de otras confesiones, como el budismo, el islam y el judaísmo. Número que se multiplicaría por diez durante toda la década de los 90.
La de 1990 disolvió el Consejo de Asuntos Religiosos, controlado por el PCUS y el Soviet Supremo, y proclamó la Ley de Libertad de Conciencia y de Organizaciones. La ley fue una más, entre tantos intentos de Gorbachov y los últimos líderes soviéticos, por establecer una sintonía entre las normas marxistas-leninistas y el liberalismo occidental, plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948.
Entre 1990 y 1997, Boris Yeltsin recibió todo tipo de presiones de parte de la Iglesia, encabezada por el Patriarca Alexei, para que reformara la ley de 1990, ya que el clero ortodoxo consideraba que había sido concebida bajo el paradigma americano del “libro de mercado de servicios religiosos”, lo cual promovía el ecumenismo, el avance de otras confesiones cristianas como las protestantes, facilitaba la promoción de doctrinas nihilistas y paganas y abría la puerta a los servicios de espionaje extranjeros.
La nueva Ley Religiosa de 1997, establecida en tiempos de Yeltsin en la Federación rusa, preservaba algunas premisas de la de 1990, pero introducía una clara preferencia por la hegemonía de la Iglesia Ortodoxa, en tanto confesión nacional. El patriarca Alexei acompañó el cambio legislativo con un fuerte acento a favor del predominio de la Roma moscovita de la Iglesia Ortodoxa.
Con todas sus limitaciones, aquellas leyes produjeron una enorme expansión de las parroquias y congregaciones ortodoxas: si en 1988 había 6,893, en 1998 pasaban de más de 15, 000, una tercera parte de ellas en Ucrania. A partir del tránsito de mando de Yeltsin a Putin, ese proceso se aceleró, con una peculiaridad. Ahora el jefe de Estado se presentaba como cristiano, a diferencia de sus predecesores, y transfería a la Iglesia el rol articulador del nacionalismo ruso. La sucesión entre Alexi y Kiril reforzó la identidad confesional del nuevo imperio ruso.
Aquel proceso tuvo como reacción el aumento del nacionalismo ucraniano tras la destitución de Victor Yanukovich en 2014 y el ascenso de líderes proeuropeos como Petro Poroshenko y Volodimir Zelensky. Durante casi diez años consecutivos, entre 2013 y 2022, la Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania avanzó a la par del nacionalismo ucraniano antiruso y el prooccidentalismo. Putin respondió a ese desafío, primero, con la anexión de Crimea en 2014, y luego con la invasión de 2022.