Borges escribió: “Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro”. El oro del oriente es el sol que por ahí sale y nos enciende.
La primera vez que vimos el amarillo, el amarillo ya estaba viéndonos a nosotros con ese ojo único y atroz, padre de tantas metáforas. Digo “padre”, pues el sol lo es, pero el sol nace todos los días: ¿de quién es hijo él? La genealogía solar es misteriosa y acudimos a las imágenes: “Alto grito amarillo”, dijo el poeta, “naranja de veinticuatro gajos”, y otro poeta: “rosa rubia”, “cocina cenital, párpado puro”, y después, hermosamente, “pan del cielo”. El sol es el pan del cielo, pero también es el horno de sí mismo y acaso es su propio padre… Y ese color, en muchas ocasiones, grita. Porque los colores suenan, y ninguno alcanza la tesitura del amarillo. Agudo casi siempre y, por ello, recortándose contra el mundo como un monarca, como un lingote de luz entre las manos del polvo, contrastando con su fervor la opacidad de la tierra. No es fácil pensarlo como un color frío (o silencioso), ¿y por qué hemos de forzar esa naturaleza vivificante y estentórea? Pensamos en Gilberto Owen, quien imaginaba a su padre como un “torbellino amarillo”. La palabra no es bella: amarillo, precisamente, chilla un poco, acaso necesariamente, como una onomatopeya de su personalidad más encendida (amarillo incluye amar). La etimología latina nos lleva a “amargo”, que a su vez nos lleva a humores enrarecidos y a la bilis… ¿Y el ámbar? Su raíz es arábiga y nos pone frente a los ojos a un enorme cachalote y aún más adentro, en sus vísceras donde se forma una sustancia gris con vetas amarillas que al calor de la mano se ablanda como la cera y se usa como un perfume excitante… En la cueva de Lascaux hay un caballo amarillo de 17,000 años de edad, pero el color es frágil y los trabajos del tiempo lo marchitan como a los girasoles de Van Gogh. Es poco estable: una pizca de rojo y es naranja, y con un poco de azul ya es inmediatamente verde, pero es primario y no hay combinación que lo produzca. La simbología quiere que caracterice a la envidia, al narcisismo, a la enfermedad y al estigma. En China es un ídolo, es el color de la felicidad y la armonía. Se nos ocurre que hay países y regiones amarillos, que todo Egipto está cubierto con una capa ocre y que las venas del Perú son ríos áureos. Oliverio Girondo decía que había que llorar de amabilidad y de amarillo, y Gabriela Mistral escribió que ante dicho color todos los demás colores le abren paso “como viendo a Agamenón”. Es por supuesto faraónico, divisa de los colores, rey de reyes, y se puede ir desgranando, subdividiendo, redondeando en pepita y en esa moneda pesada que traemos en el bolsillo y que preferiríamos no gastar porque su tacto nos reconforta como un talismán: el amarillo es también una riqueza personal. Es fácil verlo en la opulencia de los trópicos, descolgándose como un candelabro en una penca de plátanos, rayando el cielo fugazmente en la parvada de los loros y abriéndose no sin lascivia en la mimosa, el lirio, el narciso, la gerbera, los gladiolos y las orquídeas. Es menos fácil detectarlo en la metrópoli. En la miseria del gris y en la opacidad terrosa del café de nuestras calles, el amarillo brilla como un diente de oro. Brilla en la noche de la megalópolis, enciende la mancha nocturna como si veinte millones de almas fueran, cada una, un asterisco de luz. Y se apaga, porque todo lo que nace muere, como el sol mismo. “He visto la atrocidad de los crepúsculos”, escribió Sylvia Plath, astro que se apagó como debe apagarse toda estrella: súbita y lentamente al mismo tiempo, mintiendo aún su brillo para nosotros, siendo amarilla para sus lectores. Porque el sol nace y muere, padre de tantas metáforas, y vuelve a asomarse por el Oriente, palabra hermosa en la que habita el oro.