Esta semana, un jurado dictará sentencia a Dominique Pelicot, el hombre que entre 2011 y 2020 prostituyó a su esposa. Para lograrlo, se valió de la sumisión química: la drogaba. También se determinarán las penas para los 50 agresores involucrados.
La evidencia del caso fue contundente: Dominique Pelicot guardó registro digital de sus atrocidades. Así, el jurado tuvo que ver los videos y escuchar las declaraciones de los cincuenta hombres implicados. En esta ocasión, la víctima no tuvo que demostrar la agresión, pero sí tuvo que presenciar los momentos de humillación sexual a los que su esposo la sometió.
El principal argumento de la defensa fue sostener que “se pueden cometer actos monstruosos sin ser un monstruo”, una afirmación éticamente insostenible. Como señaló Aristóteles en la Ética a Nicómaco: “Somos lo que hacemos repetidamente”. Sin embargo, en el caprichoso y delirante mundo del derecho, defender tal idea es posible.
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Por su parte, los violadores insistieron en que desconocían la falta de consentimiento: afirmaron que creían que se trataba de un acuerdo entre los esposos. Los videos, no obstante, mostraron a una mujer profundamente dormida, roncando, mientras era utilizada sexualmente. La coartada de los agresores desplaza la culpa hacia Dominique, pero el tribunal deberá considerar que la violación activa fue perpetrada por ellos.
Los fiscales no logran ponerse de acuerdo. Laure Chabaud señaló que pedir 20 años de prisión es “a la vez mucho y muy poco”. Comprendo el desasosiego de la fiscal, pero después de escuchar los relatos y ver las imágenes, 20 años es insuficiente. Aunque el acusado haya reconocido su culpa, aunque alabe la valentía de su esposa, aunque asegure que su peor pena no es perder la libertad sino a su familia, aunque jure que no violó a su hija… nada basta.
El fiscal Jean-François Mayet, por su parte, expresó que “no se trata de una condena o una absolución, sino de un cambio fundamental en las relaciones entre hombres y mujeres”. Precisamente por ello, el castigo debería ser ejemplar. No por un afán punitivista, sino con fines pedagógicos: dejar claro que en una sociedad civilizada, la violación no se tolera nunca.
Socialmente, el caso mostró la vulnerabilidad continua que enfrentamos todas las mujeres: en la casa, en el trabajo, en la vía pública. El asunto no es menor y debe ser corregido y revertido; para ello, hace falta romper la estructura de la impunidad, el machismo de cuates y el silencio protector hacia los agresores.
Pensando en Gisele Pelicot, la sobreviviente de estos ataques, ningún castigo le devolverá la dignidad perdida ni la paz perturbada. Sin embargo, lograr que la vergüenza cambie de bando merece todo nuestro reconocimiento y respeto. Recupero las palabras de su testimonio: “Quiero que todas las mujeres que han sido violadas digan: ‘la señora Pelicot lo hizo, yo también puedo’. No quiero que se sientan avergonzadas por más tiempo”.