Usted puede encontrar artículos científicos que hablan de la depresión estacional sobre todo en países muy fríos, latitudes altas en las que la luz del sol es escasa durante estos meses. Pero la tristeza decembrina no es exclusiva de estos lugares y también se ha encontrado evidencia de que personas con antecedentes depresivos, trastorno bipolar, personas de la tercera edad que viven aisladas y las mujeres, tienen más probabilidades de deprimirse durante estos días.
Las fiestas decembrinas pueden ser alegría y gastos obligatorios. Para muchos, semanas angustiosas porque hay que comprar para demostrar el tamaño del amor. Celebrar, sonreír y convivir, incluso con personas poco significativas en nuestros afectos.
La tristeza también se hace presente y se intensifica en algunos (jamás debemos hablar por todos) porque la suma de las pérdidas contrasta con el clima de festejo que nos rodea. Puede ser que los duelos que están en proceso, por tratarse de pérdidas recientes, se recrudezcan y de pronto parece que volvemos al infierno de los primeros días después de la muerte o de la separación de alguien amado. No celebraremos más con esa persona que fue tan importante y eso nos llena de sombras.
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Sin intentar ser parte del rebaño que propone la alegría como si se tratara de un botón que se prende y se apaga, sí creo que aún en medio del duelo se puede pensar en el futuro: uno en el que somos otros, porque el dolor nos ha destruido para después reconstruirnos y convertirnos en otras personas distintas y con suerte, mejores. Dice Luis Hornstein que “un sujeto en devenir está en constante cambio y sólo puede seguir vivo convirtiéndose en otro”. Si nos aislamos, corremos el peligro de melancolizarnos al no permitir que otros nos den versiones distintas de nuestra identidad. Hornstein habla de la intersubjetividad como la participación y mirada de otros en la vida, “el discurso del conjunto”.
Diciembre está asociado a fiesta, posada, brindis, tragos, comida, baile, cenas, familia, amigos, reencuentros, regalos, vacaciones, viajes, días en los que se rompe la rutina y cesa el aburrimiento de la repetición, pero no es posible dejar de lado la otra dimensión del último mes del año: la evidencia ineludible del paso del tiempo, la sorpresa de cómo se escurrieron los meses sin que hiciéramos ni la mitad de lo que deseábamos cuando empezó el año.
Diciembre es también un recordatorio de nuestros duelos, de la pila de nuestros muertos–muertos y de nuestros muertos–vivos. Nuestras pérdidas, además de doler, nos cambian y nos recuerdan a quiénes hemos amado. El duelo es la batalla que damos para seguir vivos y no morirnos en vida junto a los que se han ido.
No es posible huir del dolor, a menos que nos instalemos en la manía, ése estado que se parece a la alegría pero que es tan ruidoso que tiene algo de inverosímil y que es en el fondo defensa y evasión, vía el trabajo excesivo, las compras, el alcohol, la comida, el juego, el sexo y cualquier actividad que no se hace porque se disfruta sino para huir de algo. Nuestros duelos nos recuerdan que aunque hubiéramos querido, muchas cosas no fueron posibles, porque así es la realidad, ni justa ni injusta, ajena a nuestros deseos y preferencias. La melancolía nos inunda de hubieras: “si yo hubiera” es un pensamiento estéril. Sólo dejando atrás el pasado que no fue, es posible acceder al futuro.
Atestiguo con frecuencia que el peor miedo es no poder salir del dolor y no ser capaz de inventarse una vida nueva. Recurro otra vez a Hornstein, quien habla de la utopía crítica, que no es ni voluntarismo, que afirma que todo es posible si de verdad se quiere, ni fatalismo que identifica la lucidez con pesimismo, sino fe en la creatividad, en la posibilidad de la reinvención de sí mismo, porque aunque la vida sea sólo una, son muchas las vidas que se pueden vivir.
Feliz año.
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