TEATRO DE SOMBRAS

Memoria y olvido

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Según John Locke, una condición necesaria para que las personas sean las mismas a través del tiempo es que posean una memoria estable y continua de su vida pasada. Quien padece de amnesia, sostiene Locke, deja de ser la persona que fue, aunque siga siendo el mismo ser humano.

Somos lo que recordamos, es cierto; sin embargo, la memoria no es perfecta. Con el paso de los años nuestros recuerdos se van haciendo más escasos, más breves, más inexactos. Pongamos una fecha cualquiera. ¿Qué recuerdo yo del 20 de agosto de 1969? Nada. Esa fecha no me dice nada, está borrada de mi memoria. Sé que tenía seis años, sé dónde vivía, pero no más que eso. ¿Qué recuerdo de todo el mes de agosto de 1969? Tampoco nada. No tengo una sola memoria precisa de ese mes y si hago un esfuerzo y trato de recuperar algo del fondo de mis neuronas, las imágenes que alcanzo a reproducir son tan vagas que no puedo estar seguro de que corresponden a sucesos vividos en esos días. ¿Y qué recuerdo de todo el año de 1969? Muy poco. Tengo algunas imágenes del salón de clases, de la maestra, de mi fiesta de cumpleaños, de la visita a unas ruinas, nada más. Podría aducirse, entonces, que lo que más importa para nuestra identidad personal no es la cantidad de los recuerdos, sino su calidad, a saber, su importancia dentro de la narrativa que formulamos sobre nosotros mismos en el presente.

Nos definen nuestros recuerdos, sí, pero también nuestros olvidos. Es impresionante cómo hay personas que tienen borrados ciertos episodios importantes de su existencia. Momentos felices, pero, sobre todo, infelices. Los sucesos traumáticos quedan bloqueados por la mente, se expulsan de la memoria consciente y, al menos, se envían a una memoria inconsciente fuera de nuestro alcance. Podría decirse, incluso, que una condición necesaria para que una persona siga siendo la misma, a pesar de los sucesos traumáticos que ha vivido, es que olvide precisamente esos sucesos traumáticos para que su identidad personal no se fracture. Otra manera de plantear esta intuición es que muchas veces hacemos un esfuerzo deliberado para olvidar algunas cosas para poder preservar nuestro proceso continuo de personalización. Pensemos, por ejemplo, en personas que estuvieron secuestradas durante meses, encerradas en un cuartucho, padeciendo todo tipo de humillaciones. La decisión de olvidar aquello, de dejarlo atrás, para poder seguir siendo la persona que era antes del suceso, no puede criticarse desde una posición que ponga a la memoria no sólo como una virtud, sino, incluso, como el cemento indispensable con el que pegamos los ladrillos de nuestra identidad personal.

Lo que decimos sobre las personas también lo podemos decir sobre las comunidades, ya sean pequeñas, como una familia, o grandes, como una nación. Si lo que queremos privilegiar es la unidad de la comunidad, entonces puede convenir dejar en el olvido ciertas cosas. Pensemos, por ejemplo, en una reunión familiar en temporada navideña. ¿Para qué seguir recordando situaciones difíciles o dramáticas, cuando eso produce dolor y división? No parece haber una regla universal para manejar la memoria y el olvido cuando ello involucra el bienestar y el destino de una comunidad. A veces, lo mejor es recordar, seguir recordando, durante años o incluso durante siglos. Otras veces, lo mejor es olvidar. Para decidir cuándo es preferible una decisión o la otra es preciso que razonemos con mucha prudencia, privilegiando la unidad presente y el futuro compartido de la comunidad en cuestión.

La identidad personal y la identidad comunitaria dependen de la memoria del pasado, de eso no cabe duda. Sin embargo, también importa la proyección que hagamos hacia el futuro. Para ello hemos de tomar en cuenta el papel que los ideales juegan en el desarrollo de nuestro plan de vida. Lo que nos define no sólo saber de dónde venimos, sino saber hacia dónde queremos ir. Esto vale no sólo para los más jóvenes, sino incluso para los más viejos, aunque podemos conceder que las proporciones tengan un efecto en nuestra ponderación.

El año está por terminar. Es buen momento para reflexionar acerca de lo que queremos recordar y de lo que queremos olvidar para nuestro bien y para el de las comunidades a las que pertenecemos.

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*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.