En una página acaso olvidada, Juan José Arreola confiesa: “Sueño en un vocabulario ilustrado de La suave patria, y luego en la ‘enciclopedia personal’ de Ramón López Velarde. Porque a cada paso se me ocurren las consultas que todavía me planteo después de sesenta años de lectura”. Jugamos con la idea de un vocabulario brevísimo, relampagueante:
ÁGUEDA. “Mi prima Águeda” es un hermoso poema del primer libro de López Velarde, La sangre devota. El poeta recuerda a su prima vestida toda de negro, pero contrastando esa oscuridad con el verde de sus ojos y el rubor de sus mejillas. Esa combinación de colores lleva al poeta a transfigurar, con un golpe de magia verbal, a su prima en un bodegón, en “un cesto policromo / de manzanas de uvas / en el ébano de un armario añoso”. José Luis Martínez dijo que este poema es “un Cézanne sonoro”.
BAUDELAIRE. Alma gemela del poeta mexicano, lectura indispensable en su formación. Ambos son poetas modernos, poetas en situación de ciudad, poetas-críticos y enfermos de spleen. López Velarde le rinde homenaje en dos versos sobre su juventud: “Entonces era yo seminarista, / sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”.
Lo que Merino dejó en el edén
CORAZÓN. Bomba de la sangre, epicentro de la circulación, hogar de la metáfora sentimental, el corazón es la Roma a la que llevan todos los versos de López Velarde. Dice Octavio Paz: “Los títulos de sus cuatro libros aluden al corazón: La sangre devota, El minutero, El son del corazón y Zozobra. El corazón, como símbolo y realidad, es el sol de su obra y en torno a su luz, o a su sombra, giran los otros elementos de su poesía”.
EROTISMO. López Velarde escribe casi, casi todo con el filtro del erotismo. La vida es una mujer que él fatalmente procura seducir, y que lo rechaza. Esa tensión es puro eros. “Nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer. Por ella, acatando la rima de Gustavo Adolfo, he creído en Dios; sólo por ella he conocido el puñal de hielo del ateísmo. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue con temperamento erótico”.
FUENSANTA. El nombre es hermoso, y podría ser el seudónimo de todas las mujeres que López Velarde amó en su juventud, pero Fuensanta existió, vivió y murió como Josefa de los Ríos. En un poema de juventud escribe el poeta: “Te quise como a una dulce hermana / y gozoso dejé mis quince abriles / cual un ramo de flores de pureza / entre tus manos blancas y gentiles”. Pero la amada, al inicio de Zozobra, agoniza y muere, haciendo de la vida del poeta “una prolongación de exequias”. Josefa de los Ríos muere para vivir como Fuensanta.
JEREZ. Lugar de nacimiento de nuestro poeta en 1888. Pueblo diminuto al que peregrinan sus lectores más fieles, más devotos. Paraíso perdido, como la infancia, al que quiere y no quiere regresar (pues ese retorno será “maléfico”). Las mujeres jerezanas lo educaron y poblaron su imaginario. López Velarde rescata estos tres versos encantadores de una “señora”: “Cuando busque mi hijo / a su media naranja, / lo mandaré vendado hasta Jerez”.
LÁGRIMA. En un poema titulado “La lágrima”, López Velarde aporta una imagen extraordinaria: “lágrima con que quiso / mi gratitud salar el paraíso”.
MADERO. López Velarde fue declarado maderista, admirador del hombre, fiel a sus ideas, e incluso probable redactor secreto del “Plan de San Luis”. Sobre él escribió estos alucinantes renglones: “En la ergástula de los hombres públicos del día, y aún fuera de ella, causó Madero, por su independencia de rara avis, la misma sorpresa que le produjeron a Cook las zorras azules de la fauna boreal”.
REFRIGERIO. Palabra consentida del poeta, aparece aquí y allá, en sus artículos, en sus reseñas, en el poema “En las tinieblas húmedas”, pero sobre todo en este poema póstumo, “Mi villa”: “Si yo jamás hubiera salido de mi villa, / con una santa esposa tendría el refrigerio / de conocer el mundo por un solo hemisferio”.
VÍRGENES. En su poema “A las vírgenes” López Velarde nos tatúa esta imagen tremenda: “… salís a los balcones / a que beban la brisa / los sexos, cual sañudos escorpiones!”
ZOZOBRA. En el libro Zozobra (1919) Ramón López Velarde encuentra su acmé, su momento óptimo, su timbre impar. Acaso tuvo que zozobrar para brillar mejor, como ese último rayo, verde, que despide el sol un instante después de naufragar.