Es conocido el peso que tienen las guerras en la simbología del poder de Estados Unidos. Durante la mayor parte de las administraciones de George W. Bush y Barack Obama, en las primeras décadas de este siglo, el eje de esa política exterior fue la “guerra contra el terror”, es decir, la hostilización de Al Qaeda, ISIS, los talibanes y otras organizaciones del yihadismo radical armado.
Ya desde el segundo término de Obama, un presidente que, como senador demócrata, se había opuesto a las guerras en Irak y Afganistán, se aceleró la superposición de otra guerra: la que libran los organismos de seguridad, inteligencia y antinarcóticos contra el tráfico de drogas y personas y la emigración irregular en la frontera mexicana.
En su primera administración, Donald Trump fue siempre más proclive a la guerra fronteriza con México que a la antiterrorista del Medio Oriente. En varios momentos de su campaña y su mandato estableció conexiones entre la apertura fronteriza, a su juicio, responsabilidad de Obama, Biden y los demócratas, y el incremento de la radicalización yihadista en Estados Unidos.
Completan golpe
Ahora, con los atentados de Nueva Orleans, que cobraron la vida de 15 personas, Trump vuelve a fabricar una conexión entre las dos guerras. Aunque el asesino, Shamsud-Din Jabbar, sea un estadounidense de Texas, veterano de la Guerra del Golfo, para el nuevo presidente no hay dudas de que una causa del terrorismo es el incremento de la inmigración por la frontera mexicana.
Para Trump no hay diferencia entre terrorismo doméstico y foráneo, ya que el primero proviene del segundo y su origen no es otro que la frontera con México, por donde llega la “escoria” a Estados Unidos. No bastó que el FBI aclarase que Jabbar había nacido en Texas para que Trump cesara en sus insinuaciones de que el terrorismo provenía de la frontera.
Los videos que Jabbar subió en su cuenta de Facebook exponen un caso típico de identificación con el Estado Islámico, como consecuencia de los traumas de su intervención en las guerras del Medio Oriente. Si se piensa el asunto con un mínimo de rigor clínico la llamada “guerra contra el terror” estaría más cerca de la causalidad del trastorno o la radicalización de Jabbar.
La distorsión de Trump refuerza las sospechas de que el mayor foco de atención de la política exterior del nuevo gobierno republicano será la migración y no el terrorismo. De hecho, las acciones terroristas podrían verse incentivadas por esa reorientación de sentido, que daría una centralidad mayor a la frontera mexicana en la agenda exterior de Estados Unidos.
Una de las consecuencias inmediatas de esa pérdida de interés en el Medio Oriente sería el reforzamiento de las posiciones de Rusia, Irán, China y otros rivales globales de Estados Unidos. La otra, más comentada, sería la puesta en peligro del T-MEC, el acuerdo comercial que funciona como palanca del crecimiento y la integración de América del Norte.
Las administraciones demócratas, a pesar de las altas cifras de deportación de migrantes durante el gobierno de Obama, siguieron una lógica opuesta: impulso al libre comercio en América del Norte y combate a la influencia de sus rivales en el Medio Oriente. No sólo por llevar la contraria al establishment liberal sino por sus propias simpatías hacia Vladimir Putin, Víktor Orbán y otros líderes antiglobalistas, Trump produciría ese giro de timón.
Junto a la frontera mexicana, otro flanco de la agresividad trumpista sería el bloque bolivariano, donde, curiosamente, también se comparten simpatías por Putin. Lástima que México haya preferido la connivencia con Nicolás Maduro y Daniel Ortega y no haya favorecido la línea de resistencia al autoritarismo desde la izquierda progresista y democrática latinoamericana (Lula, Boric y Petro), ya que esto habría funcionado como mecanismo de contención de la nueva derecha republicana que pronto llegará a la Casa Blanca.