La arquetípica figura del gentleman inglés que es, además de señorito culto, aventurero y explorador, caminante, patriota, defensor de causas perdidas, pero a su vez representante del imperio, hoy no sobreviviría el escrutinio de nuestra aberrante corrección política, a cuyos ojos ese personaje no es más que un síntoma del colonialismo occidental.
Lord Byron y su Childe Harold son la sublimación de ese emblema, pero en el pasado siglo abundaron sus émulos aquí y allá. El más famoso de ellos, sin duda, fue Patrick Leigh Fermor, mejor conocido como Paddy, cuya vida parece inspirada en un guion cinematográfico (y no a la inversa). De él, dijo el historiador Max Hastings que “buscó conscientemente la vivencia byroniana”. También se le ha comparado con James Bond y con Indiana Jones. Todo muy exagerado y muy británico, pero una anécdota lo salva de la caricatura.
La Segunda Guerra sorprendió a Paddy en su amada Grecia, en la que había vivido años y aprendido su idioma a la perfección. Tomadas por las fuerzas alemanas, en las islas griegas de inmediato se organizaron movimientos de resistencia de los que Leigh Fermor formó parte entusiasta. Es así que, en 1944, en Creta, después de meses de planeación, se decidió secuestrar al general nazi Karl Kreipe y sacarlo de Grecia para llevarlo a Egipto. Todos los ingredientes están ahí: los espías, los guías montañeses, los uniformes alemanes con que se disfrazaron, la abducción del general y las ¡22! insoportables revisiones en los puestos de guardia alemanes… Pero la misión fue un éxito y sólo hacía falta cruzar las montañas y sacar al enemigo de ahí, siempre atendiendo a un código bélico de caballeros que se respetó íntegramente. Estando acampados al pie del Monte Ida, el general alemán declamó en latín unos versos de la novena oda del libro primero de Horacio, “A Taliarco”: “Vides ut alta stet nive candidum Soracte…” (“¿No ves cómo la cima del Soracte blanquea con la nieve?”). Leigh Fermor, que había viajado por Grecia con una edición de Loeb de las odas y epodos de Horacio, y que había memorizado varias de ellas en latín, completó el poema ante el general, cuyos “ojos azules se desplazaron de la cumbre de la montaña a mis ojos, y cuando terminé, después de un largo silencio, dijo: ‘Ach, so, Herr Major!’ Fue muy extraño, como si, por un momento, la guerra hubiera dejado de existir. Ambos habíamos bebido de las mismas fuentes mucho tiempo antes, y las cosas fueron diferentes entre nosotros el resto del tiempo que pasamos juntos”, según cuenta Leigh Fermor en su ya clásico libro de memorias A Time of Gifts.
Hasta luego… pero sí producen fentanilo
Los enemigos-amigos no sólo compartieron esa oda, sino que también tradujeron juntos la quinta oda del tercer libro de Horacio, en que se hace la loa del general romano Régulo, quien va tranquilamente hacia su muerte a cargo de los cartagineses, y también confesaron su afinidad por la vigésima segunda oda del libro primero, en que se menciona cómo un “varón íntegro y puro” no debe temer a los venablos de los moros, así camine por Sirtes o por el inhospitalario Cáucaso.
Horacio, en fin, produjo una tregua loable en plena Segunda Guerra entre dos soldados con buenos latines y predilección por la poesía.