En el siglo XXI Venezuela fue sometida a un experimento único en América Latina y el Caribe.
Tras la reconstitución del sistema político que impulsó el proyecto de Hugo Chávez, cuya popularidad le permitió mantener, hasta su muerte en 2013, un respaldo mayoritario en la población venezolana, se inició una sucesión autoritaria, encabezada por Nicolás Maduro, que redujo su base social.
El madurismo ha logrado preservar la hegemonía, pero ha perdido la mayoría. La única forma de lograr eso era por medio de una altísima concentración del poder, un ejercicio sistemático de la represión y el descrédito de opositores, una cuantiosa diáspora y una violación de las propias normas constitucionales y leyes electorales del chavismo, que fue un movimiento acostumbrado a ganar elecciones y referéndums.
Una primera señal de la alteración de las premisas constitucionales del chavismo tuvo lugar con el desconocimiento, por parte de Maduro, Cabello y la cúpula gobernante, de una Asamblea Nacional de mayoría opositora y la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente, en 2017, que finalmente no produjo un nuevo texto constitucional, ya que su objetivo era desactivar al parlamento democráticamente electo.
El madurismo, en los últimos doce años, a diferencia del chavismo, de 1999 a 2013, ha dejado de ser un régimen electoralmente competitivo. La mejor demostración de esto último se produjo en las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio de 2024. El Consejo Nacional Electoral, encabezado por Elvis Amoroso, tuvo que desentenderse de varias de sus normativas para dar a Nicolás Maduro como ganador. Una de esas normativas era el acceso electrónico libre y abierto a las actas del escrutinio.
Un efecto visible de esta autocratización ha sido el desconocimiento internacional de los resultados electorales. Ni siquiera los gobiernos del nuevo progresismo en América Latina han acreditado el triunfo de Maduro. Sólo lo han hecho los gobiernos de la Alianza Bolivariana, aunque en la toma de posesión del 10 de enero, en la Asamblea Nacional, se vieron muy pocos jefes de Estado y, destacadamente, dos: el cubano Miguel Díaz-Canel y el nicaragüense Daniel Ortega.
El tercer periodo presidencial de Maduro, que se extendería hasta 2031, cuando estaría cerca de cumplir dos décadas en el poder de Venezuela, deberá transcurrir en medio de una amplia impugnación doméstica e internacional. A nivel doméstico, tras el incumplimiento de los compromisos pactados con la oposición en Barbados y el fraude electoral, esa impugnación tomará cauces no institucionales.
En el plano internacional, así como se extenderá la percepción de ilegitimidad de Maduro, también se afianzarán las redes geopolíticas que protegen a ese régimen. Si algo no puede escatimarse al madurismo es que ha sabido leer una fisonomía global en que las posibilidades de afianzamiento de nuevas autocracias se ensanchan. La crisis del orden internacional surgido tras la Guerra Fría encuentra en Venezuela una verificación palpable.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca también será favorable a esa naturalización de autocracias en el mundo. El trumpismo ofrece al madurismo y a las izquierdas autoritarias latinoamericanas los mejores pretextos para la perpetuación del poder. Un escenario de aumento de sanciones desde Washington y amenazas expansionistas de Trump es, justamente, lo que necesita un gobierno ilegítimo como el de Maduro.
Si, como en su primer mandato, Trump aplica hacia América Latina una política sectaria y descuidada, favorable a las derechas más afines a su perfil, el madurismo podría recuperar parte del respaldo que ha perdido. Para lograrlo, intentará que los gobiernos progresistas antepongan la soberanía y la autodeterminación de Venezuela al respeto a los derechos humanos y la existencia verificable de una democracia constitucional.