TEATRO DE SOMBRAS

Memorias telefónicas

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Hace años que no tengo teléfono en casa, uso uno portátil. El otro día escuché el sonido característico de un viejo aparato y recordé cómo era la vida en los años setenta, antes de que se inventaran los teléfonos celulares, las contestadoras automáticas y los identificadores de llamadas.

Un teléfono antiguo, en una foto de stock.
Un teléfono antiguo, en una foto de stock. ı Foto: Freepik

Una ventaja y una desventaja del teléfono de aquel entonces era que uno no sabía con quién hablaba. Cada llamada era un misterio por resolver. Había que identificarse cuando uno marcaba a un sitio. Recordemos el siguiente diálogo. Bueno/ ¿Quién habla?/ ¿Con quién quiere hablar?/ ¿Casa de la familia Buendía?/ No, está equivocado/ Ah, ¿no es la casa de los Buendía?/ Que no, ya le dije/ Es que yo tengo apuntado este número, ¿no sabe cuál es el número correcto?/ No lo sé, ¡busque en el directorio telefónico!

La historia del teléfono está ligada a la del directorio telefónico, aquel librazo en color blanco y amarillo que se recibía en casa al principio de año. Además, cada quien guardaba una agenda telefónica en la que anotaba los números telefónicos de amigos y conocidos. No obstante, era habitual que uno memorizara una cantidad de números que hoy resulta inconcebible. Al día de hoy, yo todavía recuerdo algunos de ellos.

Cada vez que uno contestaba el teléfono se encontraba con una sorpresa que podía ser buena o mala. Si uno no quería hablar con alguien había que pedirle a alguien más que contestara y que dijera que uno “no estaba”. El diálogo siguiente era un clásico: “¿Está Fulana?/ No está/ ¿Quién habla?/ Su hermana/ Oye, ¿sabes a qué hora vuelve?/ No, ni idea/ ¿Le puedes decir que le habló Mengano? /Sí, chao. Cuando la excusa de que Fulana no estaba en casa se agotaba, la hermana tenía que inventar que estaba en el baño o dormida o estudiando, hasta que el pobre Mengano entendía que Fulana no quería hablar con él.

Como uno no sabía quién estaba del otro lado de la línea, los teléfonos estaban como mandados a hacer para todo tipo de bromas. Todos los niños y no pocos adultos de aquellos años disfrutaban hacer ese tipo de bromas y todos sin excepción las padecíamos. Este género de la picaresca ha desaparecido para siempre, lo que ahora sufrimos son extorsiones y engaños, pero no las inocentes chanzas de antes. Una clásica es que se marcaba a un número preguntando por Fulano. Después de repetir la operación varias veces y de que el que contestaba gritara ¡aquí no vive Fulano! se marcaba por última vez y se decía: Hola, habla Fulano, ¿tengo recados? Podríamos llenar páginas y páginas con otras ocurrencias semejantes, algunas burdas o groseras, pero otras ingeniosas y comiquísimas. El anonimato permitía realizarlas sin temor a las represalias de sus víctimas.

Sonaba y sonaba el teléfono y en la casa nadie hacía nada, cada quien en lo suyo. Fulano gritaba: ¡Conteeeesten! Nadie se daba por aludido. Desesperado, Fulano corría hasta el teléfono y justo cuando levantaba el auricular, la llamada se había cortado. Fulano, furioso, gritaba ¡Nunca más vuelvo a contestar, no soy su secretaria!

Menganita pasaba horas hablando con el novio. Sus hermanos le hacían señas para que colgara, porque ellos también querían usar el teléfono. Ella no les hacía caso. Entonces llegaba el papá y le decía: ¡cuelga inmediatamente, necesito el teléfono! Entonces Menganita le decía al novio, tengo que colgar, mi papá necesita el teléfono. Y fin de la historia. Una versión cercana de esta anécdota es la de cuando el papá esperando “una llamada importante”. Si sonaba el teléfono y no era la llamada en cuestión, había que colgar de inmediato. Se decía: no puedo hablar ahora, mi papá está esperando a que le llame su jefe. Todos eran rehenes de esa llamada que a veces nunca llegaba.

Estos problemas se solucionaban con una línea adicional. Pero en los años setenta era dificilísimo tener más de una línea en la casa. Había que esperar años para conseguirla o, de plano, sobornar a alguien en la compañía telefónica. Mi papá consiguió que los de la tintorería de la esquina le traspasaran una de sus líneas comerciales. Ese teléfono sólo lo usábamos para marcar. Durante años recibimos por ahí llamadas que comenzaban con la pregunta inocente de: ¿Tintorería La Elegancia?