LA UTORA

Soy masoquista (y) amodio el yoga

Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

La estoy pasando fatal. De pie sobre la pierna derecha, levanto la izquierda tan alto como puedo atrás de mí, mientras sostengo el tobillo con esa mano.

Al estirar el brazo derecho hacia el frente y hacia abajo procuro conservar el sereno equilibrio, pero un pálpito de angustia retumba en el oído, duele al aire, no quiero seguir. Sigo. Este empeño se llama Dandayamana-Dhanurasana o Arco de pie. Estoy por cumplir catorce años de practicar hatha yoga. Cada semana. Varias veces por semana. Cuando en 2011 me diagnosticó dos hernias lumbares, el ortopedista dijo que era factible evitar la operación de columna si practicaba esta “gimnasia” y no subía drásticamente de peso. Poco después, en mallas sobre un tapete, terminé la primera clase grupal. No tenía idea de lo que significaría enfrentar el tambache de rigideces corporales. Mentales. Amodio el yoga.

Gracias a esta disciplina sigo lejos del quirófano. Ahora hago las posturas en casa, a solas, sobre el tapete de 185 por 65 centímetros. Ser constante ha mejorado mi flexibilidad, solidez muscular, digestión, resistencia a enfermedades. Ya siento mía la espalda. El hígado. Y al esfuerzo necio en estiraciones y contorsionamientos lo acompañan otros beneficios. Me consta que enfocarme en respirar destelaraña el cerebro. Las asanas aportan fuerza interior y calman mi paisaje mental. Perseverar en lo imposible también obliga a centrarme en el instante, soltar un rato la vorágine del futureo (donde merezco medalla de oro).

Un tercer motivo para estar cosida a él es que me permite ver mejor mi oficio de escritora. Y a la inversa. La clave en ambos es afinar la conciencia. No perder el aire conforme modelo y moldeo la forma. Aunque a veces salen las risas o explota el infelizaje si un poema se desbarranca o me caigo durante una postura de equilibrio, pronto regreso a buscar el ritmo. Cuanto más me demandan ambas, más me gustan. Soy masoquista y avanzo de a poco, casi sin notarlo.

En Yoga, Emmanuel Carrère abunda en este sistema de salud que él se apropió hace décadas, si bien su origen tiene unos 2500 años, en la India. Dice el autor francés: no consiste en ejecutar una forma sino en “que brote algo del interior de uno mismo [...] erosionar el ego, la avidez, el espíritu de conquista y competición, educar la conciencia para darle acceso a la realidad sin filtro”. Su libro es doloroso. Además de las posturas y el taichí aborda el desmoronamiento, la ruptura de pareja, el autosabotaje, la bipolaridad, la pérdida en general. Pero en un punto cita al pianista Glenn Gould con esta frase gustosa: “El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación”. ¿No resume la búsqueda de quien lidia con palabras y posturas? La mía, sí.