Vuelve a plantearse en México el mismo dilema de 2016 a 2020, cuando la primera presidencia de Donald Trump. Entonces, el presidente Andrés Manuel López Obrador, duro crítico del magnate de Nueva York cuando era candidato opositor —de hecho, escribió un libro titulado Oye, Trump (2017)— propuso enfrentar la amenaza asumiendo el rol de “amigo de Trump”.
A pesar del derroche de racismo antimexicano en el discurso y la acción de Trump, AMLO negó que fuera así. Dio por la válida la fantasía de que Trump era “respetuoso” con México y se concentró en sacar adelante el T-MEC, que su cancillería presentó como confirmación de un “ADN norteamericano”, durante el llamado Plan de Acción del Entendimiento Bicentenario.
En política exterior, López Obrador también acompañó su acercamiento a Trump suscribiendo la guerra comercial contra China y compensando su apuesta por la integración a América del Norte a través de ciertos diferendos con gobiernos de la región y una complicidad diplomática con las izquierdas más autoritarias de América Latina y el Caribe.
El cierre de filas
Hasta ahora, a juzgar por el reciente Plan México, el gobierno de Claudia Sheinbaum parece seguir la misma ruta: integración norteamericana como prioridad, subestimación deliberada de la agresividad de Trump, llamado a sustitución de importaciones de China y protección diplomática de las autocracias latinoamericanas.
Pero habría dos diferencias importantes que vale la pena observar: la Presidenta no ha sido discursivamente confrontacional con las derechas gobernantes en América Latina y tampoco aspira a ser considerada “amiga” de Trump. Pueden parecer nimias esas diferencias, pero en el mediano plazo podrían resultar decisivas.
El énfasis que se pone en la protección de los migrantes y de los ciudadanos mexicoamericanos no introduce mayores discontinuidades. Desde el gobierno de Vicente Fox ésa es una línea de acción de la política exterior del Estado mexicano. El verdadero cambio debería registrarse en la política hacia los migrantes de paso por el territorio mexicano; por ejemplo, cese de deportaciones, mayor prevención contra abusos y una ofensiva de derechos humanos en estaciones del INM.
Lo que nunca queda claro, más allá del continuismo ideológico, es por qué las compensaciones a la apuesta por la integración norteamericana deben seguir la misma lógica que en la administración anterior. Por qué, por ejemplo, no se contempla un relanzamiento de la relación con la Unión Europea o con la región de Asia Pacífico, como se hizo hasta el gobierno de Enrique Peña Nieto.
En América Latina, la pregunta básica sería más o menos así: ¿por qué, si se quiere profundizar o acelerar la integración de Norteamérica, con Trump en la Casa Blanca, no se consolida la alianza con los gobiernos del nuevo progresismo, como los de Brasil, Colombia, Chile y Guatemala, y se toma distancia, a la vez, de las autocracias bolivarianas y de las nuevas derechas trumpistas?