EL ESPEJO

Crisis constitucional en Estados Unidos

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

La Constitución de Estados Unidos no ha cambiado, pero el régimen que la sostenía está en llamas.

El problema no es la letra, sino que las normas que se creían indestructibles dependían de una cortesía y buena voluntad entre poderes que hoy ha desaparecido.

Donald Trump no está simplemente desafiando normas o tensando los límites del poder. Está desmantelando, pieza por pieza, la arquitectura de lo que se entendía como constitucionalismo: la idea de que el poder debe estar sometido a la ley, y no al revés. Lo hace no en secreto, sino a la vista de todos, armado de una teoría jurídica que convierte la presidencia en trono: la teoría del Ejecutivo unitario.

Esa doctrina, muy popular entre los conservadores desde épocas de Reagan, sostiene que todo el Poder Ejecutivo —todo— reside en una sola persona: el presidente. Desde esa lógica, las agencias independientes, las cortes, los funcionarios de carrera o cualquier contrapeso que decida no obedecer se convierte en un obstáculo. Y bajo esa bandera, Trump ha despedido a miles de burócratas, disuelto agencias, y usado una ley del siglo XVIII que aplicaba en épocas de guerra para deportar migrantes sin proceso legal, desobedeciendo órdenes judiciales directas.

El episodio más reciente lo protagonizó el juez federal James Boasberg, uno de los impartidores de justicia más reconocidos en los círculos jurídicos estadounidenses, quien ordenó detener unos vuelos de deportación que llevaban a venezolanos, acusados de pandilleros, a una cárcel en El Salvador. La administración no sólo ignoró la orden de cumplir con el debido proceso y dejó que los vuelos continuaran, sino que acusó al juez de extralimitarse y de intentar “microgestionar” decisiones del Poder Ejecutivo. Trump lo llamó “lunático de izquierda radical” y exigió su destitución. Un congresista incluso presentó artículos de impeachment, o juicio político. Lo que antes era una herramienta excepcional contra delitos graves se perfila ahora como arma de represalia política contra jueces incómodos. La amenaza no es sólo institucional: apunta a sembrar miedo entre quienes deben ejercer control legal sobre el poder presidencial.

No hay que preguntarse si Estados Unidos está entrando en una crisis constitucional. Ya está ahí. Se expresa no con tanques, sino con decretos, insultos y aviones que no obedecen a la ley. La idea de que el poder debe someterse a reglas compartidas se ha sustituido por otra más peligrosa: el poder hace las reglas y nadie se le puede oponer. Una idea que ya hemos visto en otras latitudes.

La oposición institucional está pasmada. Mientras tanto, Trump ha declarado su intención de ignorar partidas presupuestales aprobadas por el Congreso, ha propuesto eliminar o sabotear otras dependencias que en teoría sólo podría eliminar el Legislativo y se ha rebelado abiertamente contra las decisiones judiciales. No estamos ante un actor que busca negociar con el sistema, sino ante uno que se alimenta de romperlo. La verdadera pregunta ya no es si el régimen constitucional está en crisis, sino qué quedará en pie después de él.

Lo más inquietante es que todo esto ocurre sin necesidad de un golpe de Estado. Basta con una doctrina legal, una mayoría legislativa complaciente y una opinión pública dividida. La historia de las democracias no termina con cañonazos, sino con silencios. Y el silencio de las instituciones frente al poder sin límites es el preludio del autoritarismo.

leonugo@yahoo.com.mx / @leonugo

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