En toda comunidad humana existen diferencias —de rasgos, ideas y valores— y desigualdades —de recursos, derechos y poder— entre quienes la forman. Sus integrantes conviven bajo el riesgo permanente del conflicto, entre aventajados que quieren preservar el statu quo y perjudicados que desean cambiarlo. La tensión resultante genera la búsqueda de modos de regular los conflictos. Porque toda sociedad cobija ansias de seguridad, prosperidad y poder. Que deben ser canalizadas mediante la política.
La política es esa esfera de la acción humana, orientada al manejo social de los conflictos. Opera mediante la implementación de decisiones vinculantes —conforme a reglas— capaces de imponerse —mediante la fuerza, si fuese necesario— a los miembros de la comunidad. Las fronteras de la política se han expandido con el tiempo, para regular los conflictos de clase, género, creencia, raza, entre otros. Su carácter vinculante diferencia a la acción política de la fidelidad familiar —fundada en nexos de sangre—, la cooperación social —basada en la ayuda mutua— y la lógica —mercantil, transaccional— de la economía. La política no es per se buena o mala: bajo su manto confluyen dominación y emancipación, conflicto y consenso, en el gobierno de los hombres y la administración de las cosas.
La historia humana ha sido, mayormente, un relato de política autocrática. Basada en el predominio de caudillos y camarillas, de disímil credo, sobre sus poblaciones. Sólo de modo esporádico, pero con creciente fuerza, la alternativa democrática se volvió mundialmente aceptable en los últimos dos siglos. La idea de que los de abajo pueden ejercer el autogobierno colectivo, eligiendo y sancionando a sus autoridades. Expresarse, con voz y derechos, en el espacio público.
Los documentos fundantes de las Naciones Unidas, hace 76 años, recogen ese frágil, pero universal consenso democrático. Aceptado, al menos formalmente, por repúblicas liberales y regímenes tradicionales. Fue abrazado con esperanza y dificultad por muchas naciones descolonizadas en el Tercer Mundo. Sin embargo, ese acuerdo —jamás logrado cabalmente— afronta hoy una nueva amenaza.
El último año, bajo el peso combinado de la pandemia, la crisis económica resultante y los conflictos de todo tipo, la democracia sufrió nuevas pérdidas en su competencia global contra la autocracia. Como señala un estudio publicado la pasada semana, las derrotas cívicas en sitios como Hong Kong, Venezuela, Tailandia o Turquía, unidas al deterioro relativo de democracias avanzadas, pasan factura. 2020 fue el decimoquinto año consecutivo de declive de la libertad mundial. Los países que experimentaron algún deterioro superaron, en número, a los que registraron mejoras. La recesión democrática se está profundizando.
El declive se ha vuelto cada vez más global, afectando tanto a poblaciones que padecen tiranías crueles como a ciudadanos de sociedades abiertas. Casi 75% de la población mundial vivió, el pasado año, en un país que sufrió alguna modalidad de deterioro democrático. Casos especialmente dramáticos son los de aquellas naciones donde no asistimos a meros decrecimientos cuantitativos de las libertades de expresión, reunión, manifestación y elección. Donde se ha abolido, en sentido estricto, la posibilidad de incidir sobre quienes gobiernan. En los que la ciudadanía ha sido reducida al rol de empleados, consumidores o habitantes.
Asistimos, en todos los continentes, a una siniestra tendencia a la abolición de la política democrática, en la forma —imperfecta pero real— en que la hemos conocido en los últimos siglos. La antigua servidumbre voluntaria y los Nuevos Despotismos (John Keane dixit) se asoman, amenazantes, sobre nuestro horizonte civilizatorio. Falta imaginación, voluntad y resolución para impedirlo. Quiero creer que aún estamos a tiempo de lograrlo.