Abordaré en esta columna un tópico polémico de la semana que concluye: la censura a la cuenta de Donald Trump en Twitter. Comienzo fijando mi postura concreta sobre lo sucedido: las irresponsables palabras del presidente norteamericano deben ser investigadas, por su implicación en los hechos vandálicos que se produjeron en el Capitolio.
En lo que esa investigación se produce —por los canales establecidos, antes o después del cambio de gobierno— tanto la paz pública como la investidura y alcance del emisor justifican monitorear y sancionar los mensajes problemáticos. Ello incluiría etiquetar sus mentiras y borrar mensajes que inciten claramente a la violencia. Incluso, ante reincidencias graves, suspender por tiempo limitado la cuenta. Pero no avalo la clausura permanente de ésta.
Habiendo señalado hasta el cansancio el daño de los populistas sobre la democracia, veo riesgoso que una empresa privada censure de modo permanente. Sin un criterio transparente de quién, cómo y que se censura. Sin un regulador público. Administrando la pluralidad de visiones que conforman la esfera pública de una sociedad abierta. Como ha señalado el activista ruso Alexei Navalny —alguien que ha puesto en riesgo su vida por enfrentar a populistas y autócratas— la prohibición a Trump es una decisión de personas desconocidas de acuerdo con un procedimiento desconocido, basado en emociones y preferencias políticas.
Éstas, en el caso de los dueños de las empresas que administran estas redes, remiten al establishment liberal. Con el que suelo identificarme. Sí, es riesgoso que las redes sociales se conviertan en plataformas indiscriminadas de difusión de odio. Pero también de censura. Ambas —odio y censura— son antitéticos con la democracia.
Hay otra razón para la crítica a la medida: falta de coherencia en sus criterios de aplicación. Putin y Maduro, entre otros autócratas, mantienen cuentas activas en redes sociales. Mezclando lo personal y la investidura. Al ser autócratas —y no solamente populistas autoritarios dentro de una república— sus palabras suelen tener efectos mucho más directos en millones de personas, carentes de los contrapesos propios de una democracia. Además, esos dictadores usan las redes discrecionalmente: eliminan el acceso a sus poblaciones; las utilizan para operaciones de desinformación sobre las sociedades democráticas. Pese a todo ello, varios de los tiranos globales, incluidos los mencionados, no han sido permanentemente vetados por semejante proceder. En este punto, la cuarentena podría ser más coherente.
Por otro lado, pienso que la demagogia populista debe permanecer abierta al escrutinio público. Es parte (vergonzante) de nuestra memoria nacional. De nuestra pedagogía cívica. Al ser derrotables en la contienda democrática, sus falsas promesas y odiosos argumentos deben ser exhibidos. Usados en su contra. Y, volviendo a Navalny, se debe impedir que las autocracias censoras digan “esto es práctica común, incluso Trump fue bloqueado en Twitter”. Que equiparen la censura privada —y puntual— de Twitter o Facebook con la censura estatal —y permanente— que las tiranías despliegan contra sus críticos.
En un texto escrito al inicio de la pandemia, dije que el populismo —como mal síntoma de la democracia— y el despotismo —como pilar de la tiranía— amenazan de forma diferenciada a la república. Aposté a que la crítica y movilización democráticas emplazarían a los populistas, sin aniquilar el Estado de derecho. Porque la diferencia entre los tipos de amenaza y las opciones de resistencia que plantean el populismo y la autocracia es cualitativa. Podemos adversar legalmente, como ciudadanos, a los Trump, pero a los Xi Jinping sólo se les enfrenta, mal, desde la perseguida disidencia. Ojalá las redes sociales operen con la coherencia, complejidad y proporcionalidad que ameritan las amenazas diversas que se ciernen hoy contra la sociedad abierta.