Cuando la democracia importa

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando Chaguaceda Foto: La Razón de México

En Argentina, con 38 votos a favor, 29 en contra y una abstención, el Senado ha legalizado la interrupción voluntaria del embarazo hasta la semana 14 de gestación. Antes, sólo estaba permitido hacerlo por riesgo de salud de la madre o violación. Dentro del caudal de felicitaciones que siguieron a la histórica jornada, la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, expresó en su cuenta de Twitter que “casi todas las muertes relacionadas con el aborto ocurren en países que lo criminalizan o restringen severamente, forzando a las mujeres a recurrir a procedimientos inseguros”. Cruel realidad.

El acontecimiento puede ser explicado desde diversos enfoques mediáticos, analíticos y políticos. Pero hay uno capaz de poner en contexto ese triunfo. Entender cómo y por qué, a la postre, pudo lograrse en Argentina tal avance para los derechos de la mujer y la sociedad toda. Se trata de enfocarnos en lo que la democracia, como régimen político, movimiento social y proceso histórico, permite. Y lo que, en oposición, las “otras alternativas” impiden.

Si entendemos la democracia como régimen, la mera existencia de mecanismos como el parlamento y las votaciones, ha hecho posible que en Argentina se deliberase —dentro y fuera de las instituciones políticas— sobre el tema. Que una demanda social se convirtiese primero en agenda pública y después en nuevo marco legal, que deberá ser acompañado y materializado a través de políticas y acciones específicas. Si concebimos también la democracia como proceso y movimiento, podemos apreciar la serie de luchas, organizaciones y reclamos históricamente acumulados y socialmente expresados, que desembocaron en el cambio civilizatorio del pasado miércoles. La democracia, como régimen, proceso y movimiento, ha hecho allí y ahora una gran diferencia. Y ningún reclamo radical contra el sistema realmente existente, típico de ciertos intelectuales y movimientos sociales, debería ignorar eso.

Mientras ello sucedía, en otras latitudes se violentaban derechos. En China, Zhang Zhan, la reportera que cubrió el inicio del brote de Covid-19 en Wuhan, fue condenada a cuatro años de prisión por “buscar altercados y provocar problemas”. Estaba detenida desde mayo, tiempo en el que sostuvo prolongadas huelgas de hambre que afectaron su salud.

En Arabia Saudita, la activista feminista Loujain al Hathloul ha sido condenada a cinco años y ocho meses de cárcel por “servir a una agenda externa usando Internet “. Al Hathloul fue detenida junto a otras activistas en mayo de 2018, tras exigir el derecho a conducir y a votar para las mujeres saudíes, así como el fin del sistema de tutela masculino vigente en el reino.

En Rusia, a la profesora Yulia Galyamina la condenaron a una pena de dos años y afronta la posibilidad de una prohibición vitalicia a enseñar en universidades. Candidata independiente —vetada a concurrir en las pasadas elecciones locales—, Yulia participó en 2020 en la campaña contra las modificaciones a la Constitución rusa que reforzaron la autocracia putinista.

Zhan, Al Hathloul y Galyamina difieren en sus profesiones, historias de vida y el contexto social, cultural y religioso de sus respectivos países. Las une el ser mujeres empoderadas, con el derecho a tener derechos. También el compromiso por expandirlos a las demás personas. Pero también las asemeja el padecer y enfrentar regímenes políticos autocráticos. Donde un partido único, un caudillo y un dogma delimitan lo que puede ser y hacer cada integrante de la población. Donde se niega el estatus real de ciudadanía. Donde hay mucho capitalismo —ahí sí, ¡salvaje!— pero falta república. Donde no existen las opciones aburridas, contingentes, formales, vituperadas e imperfectas de esa construcción humana llamada democracia.

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