Acaba de publicarse en castellano el último libro del politólogo Thomas Rid, enfocado en el uso político de la desinformación. En momentos en que pulula la opinología barata e histérica en torno al impacto social de las fake news, la obra ofrece una robusta reconstrucción, histórica y conceptual, del nexo entre las medidas activas y la guerra política. Dos nociones surgidas, respectivamente, en las usinas de inteligencia de Moscú y Washington, durante la Guerra Fría.
Las medidas activas, nos dice el autor, no son engaños espontáneos de los políticos, sino un producto de las agencias de inteligencia. Profesionalmente administradas, sistemáticamente perfeccionadas y meticulosamente dirigidas contra adversarios extranjeros. Combinan mentiras creadas y verdades manipuladas, acciones públicas —campañas políticas— y operaciones ocultas —presiones puntuales, a menudo personalizadas— para debilitar al enemigo. Enfrentan naciones aliadas, atizan conflictos étnicos, envenenan campañas electorales, fracturan movimientos políticos. En un sentido amplio, erosionan la confianza de personas y sociedades —especialmente aquellas democráticas— respecto a sus valores e instituciones.
Aunque la desinformación comenzó hace un siglo en Rusia y despegó en 1945 —con ventaja temprana de Occidente—, para la década de 1970 la KGB y sus aliados la convirtieron en una ciencia operativa, con burocracias, presupuestos y alcances globales. La cuarta ola de desinformación, actualmente en curso, irrumpe en 2010 con las nuevas tecnologías, identidades y espacios de Internet. Y ha tenido en WikiLeaks, la elección de 2016 en EU y la diplomacia de vacunas de la actual pandemia, escenarios icónicos para su despliegue.
Las sociedades abiertas, acostumbradas a la transparencia democrática, combinan la accesibilidad informativa, la criticidad respecto a los problemas propios y el desconocimiento ingenuo de realidades y amenazas ajenas. Conocemos las acciones, éxitos y crímenes en la cuenta de agencias como la CIA. Pero la forma y alcance de las operaciones de desinformación desplegadas por los regímenes de matriz soviética han sido generalmente ignorados.
Rid ofrece en su obra pistas valiosas conceptuales, históricas y tecnológicas. Explica que las campañas de desinformación atacan un orden epistémico y político liberal, basado en la libre discusión de ideas y la construcción de consensos. La confusión, agravio y polarización inducidos erosionan dicho orden. El libro demuestra que la temprana equivalencia —en alcance y virulencia— de las medidas activas de Occidente y Oriente, fue superada en beneficio de este último en el tramo final de la Guerra Fría. Y revela cómo la revolución digital tornó las medidas activas más baratas, rápidas, reactivas y replicables.
Las nuevas formas de activismo —combinando transparencia, hackeo y filtración— y acción encubierta vuelven a las medidas activas más ubicuas. Para las víctimas, éstas se han vuelto menos contrarrestables. Para los atacantes, se tornaron más difíciles de controlar, contener y evaluar. Tanto las sociedades abiertas como las cerradas padecen hoy, de modo diferenciado, crisis de identidad agudizadas por la nueva realidad virtual. Pero en nuestra parsimoniosa complacencia democrática, subestimamos la amenaza de las campañas de desinformación, ayudando a expandir su potencial disruptivo.
El compromiso de la democracia con la verdad no es sólo una actitud epistémica, sino una cuestión existencial. Anteponer la objetividad forjada en el análisis y debate plural de evidencias al influjo de las medidas activas, mantiene vivas a las sociedades abiertas. Las democracias del siglo XXI no pueden ignorar las lecciones de las campañas de desinformación de la Guerra Fría, reformuladas por sus enemigos autocráticos en la actual era digital.
1 Ver Desinformación y guerra política: Historia de un siglo de falsificaciones y engaños, Crítica, Barcelona, 2021