Para L.M.O.A
Un 1ro de mayo, hace trece años, un grupo de ciudadanos —en su mayoría jóvenes— desfiló por la Habana. Abajo la Burocracia y Vivan los Trabajadores eran sus consignas.
Pese a la presión policiaca, el temor, la inmadurez y el sectarismo, esos reformistas del socialismo irrumpieron autónomamente en el espacio público. La pasada semana, otros jóvenes —con una creatividad, conciencia y valor cívico incomparablemente superiores— salieron a protestar por esas mismas calles. Socialismo sí, represión no, era una de las consignas. Hoy, como ayer, el Estado proscribió.
Cada cierto tiempo en Cuba se producen picos de tensión social. El Gobierno procura resolverlos abriendo la válvula migratoria, aprobando reformas parciales y reprimiendo las iniciativas populares que emergen. Se trata de ciclos recurrentes, en los que el Estado actúa con éxito contra la acción colectiva, remozando su dominación a mayor escala.
Parte de los protagonistas de estos sucesos terminan abandonando el país, lo que quiebra una acumulación de resistencia. Los protestantes aparecen aún como minorías, respecto a la población total, que no logran mutar en un movimiento social masivo. Existen aún individuos —mayormente envejecidos, desinformados y políticamente subordinados— que justifican las violaciones del Gobierno. Por otro,Llas organizaciones de masas —burocratizadas, ineficientes y parasitarias— son incapaces de garantizar derechos o representar a sus miembros.
Sin embargo, al evaluar la situación actual, se visualiza un tenso panorama con ciertas notas destacables. Hay un Estado que pierde legitimidad —sus convocatorias y narrativas de apoyo lo demuestran, al igual que el rechazo espontáneo de la gente ante actos represivos— que despliega su talante coercitivo con mayor brutalidad. Un Estado con mucho poder. Su aparente sobrerreacción —cortes de Internet, campaña mediática— revela que, si quienes tienen toda la ventaja sobre el adversario responden de este modo, alguna preocupación deben tener.
El movimiento social e intelectual emergente y el Estado cubano representan dos minorías enfrentadas, sobre una mayoría a medio camino entre la expectación y la apatía. El Estado posee todos los recursos terrenales del poder, pero descansa sobre una lógica vertical que no consigue derrotar una emergencia en red que le desafía, exige derechos y reta a través del cuerpo, la calle y los símbolos. La protesta cívica no logra rebasar al poder, el poder no logra desaparecer a aquélla. No hay victoria. Pero no hay supresión.
De modo que, aunque no florece aún una masa crítica nacional, sí se gesta. Tres factores han incidido, de manera esencial, en la eclosión cívica. Y a la vez son elementos que atentan contra su supervivencia. La agravada represión sobre los artistas y sobre cualquier individuo que reclame los derechos que no posee. La creciente precariedad de la vida y la situación sanitaria que atraviesa el país debido al Covid-19. A todo lo anterior se suma lo complejo de sostener una acción colectiva bajo entornos autoritarios.
John Keane nos recuerda que “las sociedades civiles pueden ser pulverizadas y eliminadas y que su destrucción ocurre típicamente con mucha más facilidad y muchas veces más deprisa que su construcción a cámara lenta y paso por paso”. Éste es el escenario que vemos hoy en varios países de Latinoamérica. Incluida Cuba. A los actores de la sociedad civil les resulta difícil sobreponerse a su contexto represivo; pero desde allí luchan por revertir esa situación.
En la isla “inmóvil” ya están dados, aunque modestos, procesos de movilización colectiva. Cada semana hay más protestas, propuestas y manifiestos, en plazas y redes sociales. En esa búsqueda y acción aparece, como diría Arendt, el milagro político que derrota lo aparentemente eterno y abre los horizontes del mundo. El horizonte de la libertad.