Multiculturalidad democrática

DISTOPÍA CRIOLLA

ARMANDO CHAGUACEDA
ARMANDO CHAGUACEDA
Por:
  • Armando Chaguaceda

El mundo, en realidad, son muchos mundos. El nuestro —occidental, mestizo y periférico— cobija sociedades imperfectamente construidas a partir de los procesos de la Ilustración, la descolonización y la (parcial) emancipación de los trabajadores y (mal llamadas) minorías. Una realidad que hoy no es sólo cuestionada —desde la sana herejía intelectual— sino centralmente atacada, por nuevos dogmas seculares.

El ataque tiene hondas raíces en lo que el profesor Jonathan Haidt ha llamado nuestra condición de primates tribales, diseñados para sociedades pequeñas con credos intensos y conflictos violentos. Pese a tal sustrato, la humanidad ha podido construir, en los últimos tres siglos y en ciertos rincones del orbe, una convivencia multicultural y democrática.

Frente a esa realidad, diversas actitudes se posicionan ante la coexistencia entre el enriquecedor reconocimiento de lo diverso y la lamentable persistencia de lo desigual. Una postura, claramente conservadora, invisibiliza la posición subordinada —por la dominación política, la explotación económica y la exclusión social— de las supuestas minorías. Aunque acepta formalmente el orden republicano, ese conservadurismo repudia toda forma de empoderamiento y justicia redistributiva en la esfera privada: en la familia, la empresa y el templo. En buena parte de nuestra población —con independencia de clases y regiones— subsiste esta perspectiva tradicionalista. Dominante, dicho sea de paso, en otras culturas del mundo.

El centro parece habitado por dos posturas. La liberal concibe el avance del oprimido —entendido como individuo portador de derechos— como llana igualdad ante la ley, fundamento del Estado de Derecho. Su empoderamiento pasaría por incorporar a los sujetos y grupos preteridos como trabajadores, consumidores, opinadores y votantes, dentro de la sociedad e instituciones modernas. Un énfasis liberal en lo diverso, que no atiende por igual al lastre de lo desigual.

La perspectiva progresista amplía —sin rechazarlos— los presupuestos liberales, concibiendo la emancipación como mejora individual y progreso colectivo. Articula las identidades y reclamos diversos —clasistas, genéricos, étnicos y generacionales— dentro de una agenda de reforma radical y continua. Donde la perspectiva de un Estado social de Derecho promueve acciones afirmativas en el ámbito legal y las políticas públicas. Busca reducir las asimetrías a través de mejorar cuantitativamente las oportunidades para participar plenamente en la comunidad. Sin confundir la acción afirmativa y el reconocimiento de rezagos con la vulneración cualitativa de la igualdad ante la ley. Un segmento creciente de la sociedad oscila hoy entre ambas interpretaciones, liberal y progresista, del empoderamiento.

En el otro extremo, una postura fundamentalista ontologiza a las minorías oprimidas como colectividades homogéneas. Dotándolas, de modo teleológico, de un rol per se emancipador. Similar a la misión histórica atribuida por cierto socialismo a la antigua clase obrera. Una visión schmittiana, que desdibuja las múltiples expresiones y contradicciones concretas que pueden adoptar la emancipación y la dominación al interior de cada grupo social. Simplificando las intersecciones entre las identidades. Imponiendo una vision reduccionista de la opresión y del monopolio de la justicia.

La expansión viral del conflicto identitario alimenta radicalismos y populismos de diverso signo ideológico. Se refuerza la cohesión tribal por la vía de la confrontación, abonando al antagonismo entre personas y grupos que difieren en pensamiento y pertenencia. Las posturas conservadoras y fundamentalistas, aparentemente opuestas, coinciden en su incomprensión sectaria de la diversidad y en su vulneración monista de la igualdad. Confluyen en el ataque autoritario y polarizador al proyecto de una sociedad multicultural y democrática. Hija rebelde del pluralismo liberal y del impulso igualador progresista.

Miradas como las de Marta Nussbaum, Amartya Sen, Rita Segato y Ricardo Dudda, entre otras, nos invitan a repensar la condición humana en comunidades donde diferencia y equidad convivan, empoderando al subalterno. Superando el legado tribal que sigue pesando —y erosionando— la utopía posible, dinámica e imperfecta, de un multiculturalismo democrático.