En el nombre del pueblo

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando Chaguaceda La Razón de México

La publicación en castellano de Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma la democracia (Instituto Nacional Electoral/Grano de Sal) es una buena noticia en malos tiempos. La obra de Nadia Urbinati, una de las más innovadoras teóricas políticas contemporáneas, llega al debate y público hispanoamericanos en una preocupante coyuntura, donde las democracias sobrevivientes padecen crisis múltiples de afiliación, legitimidad y desempeño.

En su obra, Urbinati define al populismo como una forma política nacida desde el seno del régimen representativo, en su actual fase de democracia de audiencias. Sin ser una alternativa sistémica —cómo sí lo son las autocracias— el populismo tensiona y redefine tres elementos centrales de la república liberal de masas: el sujeto (pueblo), el principio (de mayoría) y el vehículo (la representación) de esta forma política moderna.

Distinguiendo entre el populismo como forma de denuncia ciudadana y como movimiento que se apodera, vía comicios, del poder, Urbinati centra su mirada en éste último. Allí, el populismo deviene gobierno mixto en el que una parte de la población, dirigida por un líder y encuadrada en un movimiento, se apropia simbólica y efectivamente de las instituciones, el discurso y los objetivos de la nación. Imponiéndose un mayoritarismo, corruptor del principio de mayoría, para tornar políticamente permanente una mayoría social circunstancial.

Al identificar —y reducir— al pueblo dentro de un sector de la sociedad, el gobierno populista deviene faccioso. Su faccionalismo instaura una concepción posesiva de la ciudadanía, los derechos y las instituciones. Sustituyendo la forma sociológica y legal del pueblo diverso y fragmentado, por la concepción posesiva del pueblo homogéneo y unificado.

En la representación populista, indica Urbinati, confluyen colectivo y líder. La idea de representación institucionalizada muta en encarnación caudillista. Se rechaza la articulación plural y contingente de ideas, grupos y preferencias en aras de la fusión bajo la égida del líder. El populismo en el poder, constitutivamente inestable, tiende a dos escenarios: regresar, tras una derrota electoral, a la oposición, salvándose el gobierno representativo, o neutralizar éste último —y la oposición— mutando a una dictadura. En Latinoamérica hemos tenido ambos desenlaces.

Pero los genes autoritarios, presentes en los movimientos y liderazgos populistas, no necesitan revelarse únicamente fronteras adentro, en una deriva tiránica. Las coincidencias en política exterior e ideología, entre liderazgos neoconservadores de talante populista, lo demuestran. Los presidentes Jair Bolsonaro y Donald Trump han apoyado mutuamente, durante sus gobiernos, los discursos de la contraparte opuestos a cualquier idea progresista, a valores liberales y a movimientos sociales democráticos.

Desde la izquierda, el panorama es también desolador. Los líderes y organizaciones reunidos en el Grupo de Puebla avalaron esta semana el fraude electoral en Venezuela.1 Algo equivalente a un (inédito) pronunciamiento de la Internacional liberal legitimando a Somoza, Pinochet o Videla en plena Guerra Fría. El peso de la narrativa, vínculos y objetivos de la izquierda leninista es fuerte en sus parientes moderados, de talante populista o incluso liberal.

Mientras en Latinoamérica sigamos empeñados en hablar en el nombre de un pueblo moldeado a imagen del líder, en usar —para después demoler— las instituciones democráticas y en asignar al oponente el estatus de enemigo, la idea y praxis republicanos estarán en peligro. A todo eso nos conduce la ruta populista, sin distingo de ideologías. Comprenderla, como sugiere Urbinati, es un asunto urgente.

1 https://www.grupodepuebla.org/comunicado-de-prensa-del-grupo-de-puebla-sobre-las-elecciones-en-venezuela/

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