¿Quo vadis, Latinoamérica?

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando Chaguaceda Foto: La Razón de Mécico

Latinoamérica no es más, como creíamos a inicios de siglo, una geografía propicia para las repúblicas y el consenso democráticos. Junto a la veterana autocracia cubana y el Estado fallido haitiano, la región incluye hoy varios regímenes —Honduras, Nicaragua y Venezuela— que se desdemocratizaron profundamente a lo largo de la última década. En general, esto ocurrió a partir de gobiernos previamente electos con importante apoyo popular y retóricas refundacionales. Los que, a falta de mejor etiqueta, identificamos bajo el signo populista.

En su naturaleza, el populismo es una especie híbrida dentro del zoológico político contemporáneo, a medio camino entre la democracia liberal y los autoritarismos. Su fisiología incuba dentro de la anatomía del régimen democrático; desfigurando sin suprimir aquellos principios y mecanismos que, especialmente centrados en lo electoral, usufructúa como fuente de legitimidad. Siempre bajo un modo de concebir la democracia distinto al liberal.

En su proceder, el populismo alimenta la real polarización (social) buscando una polarización (política) inducida, que le permite fortalecerse. Dentro de esa estrategia, promueve una visión polarizada de la soberanía del pueblo y un enfoque monista de la voluntad general. Ambos le llevan a repudiar instituciones que dispersan las fuentes de poder, como los tribunales constitucionales, los órganos autónomos y la sociedad civil.

Esta tensión, entre una democracia liberal —expresada en las reglas e instituciones y derechos formalmente vigentes— y un modo populista de transformarla, está presente hoy en Argentina, Brasil, El Salvador y México. Admite ideologías, estilos de liderazgo y agendas políticas variopintas. Pero sus usos y costumbres, por encima de las fronteras e idiosincrasias nacionales, mantienen un claro aire de familia, visible incluso para los ojos no expertos.

Sin embargo, parafraseando a un colega, la alternativa para Latinoamérica no tiene que reducirse a elegir entre el despotismo oligárquico o la tiranía de la mayoría. Como planteó en su último libro el historiador y teórico político Pierre Rosanvallon1 —un especialista en la historia global de la democracia y el populismo— lo que necesitamos es una democracia más permanente e interactiva. En la que el poder sea realmente responsable, que rinda cuentas más a menudo, que permita evaluar su acción a instituciones independientes. Una democracia que organice el ojo del pueblo, el cual deberá estar todo el tiempo abierto, pero que no se contente con darle periódicamente la palabra.

La constatación del desafío populista no debe llevarnos a ignorar los profundos déficits de calidad democrática, inclusión social y participación cívica que caracterizaron los regímenes poliárquicos latinoamericanos, en la era neoliberal. El reto es, en la actual coyuntura de desencanto global con el paradigma liberal y renovados aires populistas y autoritarios, impulsar ideas, instituciones y procesos democráticos reforzados y ampliados. Donde se combinen y desarrollen los aportes de las dimensiones y versiones representativa, directa, participativa y deliberativa de la democracia.

1 El siglo del populismo. Historia, teoría, crítica,

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2020

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