En Hungría, el gobierno de Viktor Orban continúa su ofensiva contra la comunidad LGBT. Bajo su concepción conservadora de la ciudadanía, los populistas del partido FIDESZ pretenden vetar la libertad de expresión de cientos de miles de personas; difundiendo un discurso intimidante y homófobo, pese a la oposición de la mitad de la población.
Los argumentos de “defensa de la nación, la sociedad y la religión”, bombardeados en la inmensa mayoría de los medios masivos controlados por el oficialismo, son utilizados en una convocatoria a referéndum. Polarización típicamente populista, que abusa de los mecanismos de democracia directa. Siempre bajo el argumento de la integridad nacional. Siempre apelando a causas mesiánicas de justicia y salvación.
En ese proyecto los orbanitas cuentan con el apoyo de otras fuerzas de extrema derecha europea. Políticos y voceros de partidos como Vox, Ley y Justicia y Frente Nacional, apoyan a sus pares húngaros en la supuesta defensa de la europeidad cristiana y varonil. Enfrentan la “injerencia de Bruselas” y el “contagio multicultural, liberal y globalista”. En ese empeño, coinciden en promover un ideal de orden político nacional que, llevado a su máxima concreción, llamaremos soberanismo autoritario.
El soberanismo autoritario es una criatura versátil, con muchos retoños ideológicos y geopolíticos. La soberanía nacional se identifica con un pueblo étnica o ideológicamente homogéneo, la representa un Estado autoritario y se encarna en un liderazgo, generalmente carismático, colocado por encima de la sociedad. El soberanismo autoritario es moldeado bajo las etiquetas (derechistas) del nativismo reaccionario, pero también puede serlo bajo la narrativa (izquierdista) del nacionalismo revolucionario. Su común denominador son el iliberalismo y el desprecio a la real soberanía popular.
Que sea iliberal no sorprende. Al poner una nación por encima de sus ciudadanos, el soberanismo autoritario precisa construir un pueblo irreal, con creencias y ansias monolíticas. Incapaz de convivir con la diversidad social y el pluralismo político. Mucho menos con instituciones y derechos que restrinjan el poder de ese Líder y Estado que encarnan la soberanía nacional. Para mantener tal cohesión todo lo diferente, lo extraño, debe ser controlado. De ahí que la comunidad LGBT sea siempre un foco privilegiado de ese recelo típicamente schmittiano.
Pero el soberanismo autoritario supone también deformar la soberanía popular. Aquel puede emerger de un mandato popular auténtico y coyuntural, donde una población elige en las urnas y aclama en las plazas a un demagogo carismático. Pero la soberanía popular es mucho más que eso. Supone el derecho de una población, siempre diversa, a participar autónoma, activamente y bajo protección legal, en las decisiones políticas. A acomodar a mayorías y minorías, que pueden alternarse en el gobierno. Lo que excluye cualquier posibilidad de subsumir, en un único relato, tiempo y autoridad, los intereses dinámicos de una nación diversa.
En Latinoamérica padecemos otra versión del soberanismo autoritario. La hemos visto durante mucho tiempo, bajo la etiqueta nacional revolucionaria, cuando los gobernantes de un Estado criminalizaron a sus adversarios, identificándolos como subversivos y agentes extranjeros. En México, el régimen del PRI, en su retórica extendida hasta la década de los 80, abusó de esa narrativa excluyente. Sólo había un proyecto nacional, un liderazgo capaz de impulsarlo y una población aclamante que debía ser protegida del error de reclamar derechos y democracia.
Paradójicamente, buena parte de la izquierda regional —tanto la que alcanzó el poder como la que fue víctima de los mismos regímenes estatistas— comparte el mantra de recelo y denostación a aquella sobernía popular que no se amolda a sus cánones. Lo vemos en la descalificación a las movilizaciones populares recientes en Cuba, Nicaragua o Venezuela. Allí, nos dicen, el pueblo es manipulado, contra sus intereses, por un imperialismo omnímodo. Y la represión es pura fake news de los grandes medios capitalistas.
El soberanismo autoritario, con su diversidad ideológica, es un común denominador de las cosmovisiones extremas del siglo XXI. Donde las demandas y derechos de la gente se someten a narrativas construidas por y para los Estados. En nombre de una etnia, credo o proyecto nacional. Purgando al extraño, en el nombre del pueblo.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.