Para Evencia, nobleza y ejemplo.
Sobrevivir este año, en cuerpo y espíritu, ha sido un reto enorme. A muchos la pandemia nos arrebató seres queridos y compañeros de trabajo. Confinó nuestras finanzas y existencias. Nos hizo postergar proyectos. Perdimos algunas batallas. Nos replegamos y avanzamos en otras. En esencia: resistimos.
En casa, con la pequeña tribu, repensamos nuestra vocación, negocios y profesión. El sentido mismo de la vida. Nos reinventamos, para ser más resilientes. Apostamos a nuevas tecnologías y modos de laborar, a distancia y sin contacto físico. Las salas —y no pocas recámaras— se convirtieron en oficinas y salones de clase. Plataformas virtuales de nombres extraños —zoom, meet, classroom— vinieron a sumarse a las redes sociales que ya guardábamos en nuestras computadoras y dispositivos móviles. El orbe ha devenido, como nunca, un ciberespacio. Una humanidad 2.0, real pero caótica. Única y al tiempo fragmentada.
Pero hubo, entre nosotros, quienes no pudieron darse el lujo de la sana distancia. De proteger su vida de un enemigo sanguinario y asechante. Es la inmensa mayoría de mexicanas y mexicanos, que salen cada día a ganarse el pan, en empleos regulares o informales. En mercados de abarrotes y grandes fábricas. En los servicios públicos y en cruces de avenidas. Gente anónima y valiente, a quienes debemos el alimento, el transporte y la salud aquellos que gozamos del privilegio del confinamiento. Gente que va y regresa de su trabajo en abarrotados transportes públicos, con miedo y cansancio. Gente a la que la sociedad y el Estado le deben la solidaridad y la atención necesarias para que, alguna vez, sean plenamente ciudadanos más allá de una credencial enmicada y un voto esporádico.
La pandemia ha sacado lo peor y mejor de nosotros. Quiero creer que prevalecerá esto último. O que eso, al menos, será lo que recordaremos cuando todo pase. Lo que nos hará mejores personas. El dinero que dedicamos a apoyar la tiendita de la esquina, sustento y hogar de nuestros vecinos. El salario y el aguinaldo que pagamos a la trabajadora doméstica, sin cuyo honroso y duro trabajo el nuestro no sería posible. El dinero que seguimos enviando, sin reparos, a los parientes en desgracia, que dependen de nuestro apoyo. La donación a causas, colectas y organizaciones sociales. Porque en estas crisis se muestra la hechura y sustancia de naciones y pueblos. Su fracaso o potencia, para ganarse un logar en la historia.
Pero si algo nos regaló a muchos este año, entre toda la vorágine, fue una nueva familia. Grande, diversa, inesperada. Gente con la que compartir temores, dudas y sonrisas. Una familia cívica y libre, con la que dijimos “basta” a muchas cosas, en muchas partes. Al virus y a los malos políticos. A los agoreros de nuestro fracaso como sociedad y a los demagogos que trafican con nuestras esperanzas y frustraciones. Con esa nueva familia sigo, seguimos, echándole ganas a lo que venga.
A ustedes, que saben quienes son y vibran ahora mismo en varios rincones de este planeta, les dedico este texto. Las últimas semanas del año -y el arranque del que sigue- no deben hacernos bajar la guardia, adormilados por la fiesta y el encuentro en familia. La muerte acecha, aún no es pronta y masiva la cura. Pero todos, cuidándonos, sobreviviremos. Porque, como nos enseñó Walter Benjamin “sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”.