Los psicólogos explican cómo la interacción entre personalidad y contexto influye en nuestro comportamiento. Esta constatación, aplicada científicamente al ámbito de la política, revoluciona hoy el entendimiento de las actitudes humanas frente al poder. En particular, aquellos modos en que las personas privilegian —en sus ideas y conductas, individuales y colectivas— un proceder autoritario.1
El autoritarismo es más que un modo de gobernar, un rasgo de determinadas culturas o un atributo de ciertas religiones. Es una dimensión de la psiquis y praxis humanas, persistente en el tiempo y el espacio, que privilegia la autoridad grupal y la conformidad personal por sobre la libertad y diferencia individuales. Busca establecer instituciones, costumbres y normas donde primen el colectivo y la jerarquía. Donde el “nosotros” predecible predomine frente a cualquier posible “aquellos”.
Los autoritarios rechazan, intrínsecamente, la diversidad racial, moral o política. Por eso un sistema afín al autoritario supone siempre liderazgos incuestionables y prolongados. Demanda una sociedad ordenada bajo pautas estables y jerárquicas. Genera una personalidad conformista, con poca voluntad y capacidad para lidiar con la complejidad y diversidad del mundo real.
Contrariamente a quienes identifican lo ideológico con contenidos normativos, los clivajes de “izquierda” o “derecha” no predisponen o inmunizan contra el autoritarismo. Si bien en el área sociocultural denominada Occidente ciertos estudios identifican a las personas autoritarias con inclinaciones al “orden” convencionalmente catalogadas como “derecha”, no es siempre así. Como se demostró el siglo pasado, el impulso izquierdista por la “nivelación” socioeconómica puede también impulsar la homogeneidad y represión políticas. Nazismo y estalinismo están allí para recordárnoslo.
El mundo crecientemente complejo, diferente y desigual en el que vivimos, orilla a la desesperanza a amplios segmentos de la población. Éstos viven afectados por la saturación (des)informativa, la crisis económica y el abandono gubernamental. Ante ello, una parte del electorado elige gobiernos que se encarguen de reducir el impacto de la incertidumbre y lo desconocido. Que impongan, desde arriba, la unidad y la igualdad colectivas. Reeditando viejos tiempos o erigiendo nuevas utopías.
Si tal promesa es enarbolada por Víctor Orban o Pedro Castillo, ello dependerá de las circunstancias nacionales. Hay, como constatan diversos expertos y sondeos, una creciente demanda de orden. El conflicto psicosocial libertad/restricción (expresado como democracia/autocracia en el ámbito institucional) y el mantra justiciero (administrado desde un poder providencial) organizan hoy las disputas políticas en buena parte del orbe. El Weltanschauung autoritario se afianza, como patrón individual y grupal.
Ello no significa un desarrollo inevitable de la humanidad. En el periodo de entreguerras, la afición por caudillos poderosos, nacionalismos fanáticos e ideologías redentoras creció a niveles muy superiores a los actuales. La democracia, como régimen e ideal, prácticamente desapareció de la faz de la tierra. Aquello derivó en la Segunda Guerra y el Holocausto. El horror fue finalmente revertido, a un precio inmenso.
En momentos como los actuales vale la pena recordar todo eso, para evitar tentaciones que repitan añejas pesadillas. La libertad, la justicia y el desarrollo, personal y colectivo, tienen mejores modos de armonizarse. Y la ciencia, la técnica y la moral deben estar al servicio de ello. Todo sea por el bien de nuestra especie, que insiste en llamarse a sí misma racional y humana.
1 Ver Karen Stenner, The Authoritarian Dynamic, Cambridge University Press, 2005.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.