Esta semana se cumplieron siete años. El 11 de julio de 2015, Joaquín El Chapo Guzmán se fugó del penal de Almoloya a través de un túnel de 1.5 kilómetros construido entre su celda y una casa medio derruida en las afueras de ese reclusorio de alta seguridad. Ese día quizás no se vio así, pero la fuga terminó siendo el punto final de la administración Peña Nieto.
Lo que sucede con los temas de seguridad y su repercusión en la política y en la sociedad, es que tardan en manifestarse sus efectos, pero cuando la percepción se impone en la sociedad, simplemente no hay nada que hacer, la percepción se transforma en realidad y es casi imposible transformarla. Hoy, deberían aprender de aquella experiencia.
Ese 11 de julio el presidente Peña Nieto estaba viajando rumbo a París. México era el país invitado a un nuevo aniversario de la Revolución Francesa. El gobierno había cumplido un capricho del gobierno francés: la liberación de Florence Cassez, condenada por varios secuestros en México. La invitación coronaba la recomposición de una relación que se había deteriorado seriamente. Para celebrar al viaje presidencial se habían unido buena parte de los funcionarios políticos y de seguridad de primer nivel del Gobierno federal.
Casualidad o no, la fuga sorprendió al presidente en pleno vuelo y con él, a las principales figuras de su administración.
¿Fue una casualidad? Quién sabe, lo cierto es que aquella fuga no tuvo nada de improvisada. Meses después, en octubre del mismo año, iban más de 30 detenidos involucrados directa o indirectamente en ella. No se trató simplemente de una suma o cadena de negligencias o ineptitudes que se alimentan una a la otra. Hay datos demasiado evidentes: cuando El Chapo se metió esa noche en la regadera para escaparse, se le debería ver, si estaba parado, medio cuerpo. Pasó media hora hasta que alguien se preguntó dónde estaba.
En aquella fuga participó demasiada gente, demasiados tuvieron fallos coincidentes, hubo demasiadas cosas para ocultar. Por ejemplo, los golpes que se escuchaban en torno a la celda desde mucho antes de la fuga; la desconexión de los mecanismos de control, como el que mide trabajos en los suelos en torno al penal; la cancelación de la vigilancia en el perímetro: la casa desde la cual se trabajó en el túnel durante nueve meses estaba a simple vista de una de las torres de vigilancia. Y la lista podría continuar, comenzado por lo laxa que resultaba la seguridad en el penal para Guzmán, a pesar de que había, desde su detención en Mazatlán, un sistema de video que supuestamente lo vigilaba las 24 horas del día en su celda. Pero El Chapo pasaba horas en visitas de sus abogados o visitas conyugales, con su esposa u otras mujeres.
El Chapo, luego de salir de su celda por el famoso túnel, y con el tiempo que le dieron antes de que se emitiera la alerta roja en el penal, se trasladó con un grupo de guardaespaldas, de la casa en la que concluía el túnel, a San Juan del Río; allí, en una pista de aviación privada le esperaban dos avionetas.
Una la usó El Chapo para trasladarse a su principal zona de protección, el Triángulo dorado, donde confluyen Sinaloa, Durango y Chihuahua (la zona donde pasó la mayor parte del tiempo después de su anterior fuga, en enero del 2001), la otra actuó como señuelo y se dirigió directamente a Culiacán, donde incluso tuvo un accidente a la hora de aterrizar.
Entre los detenidos semanas después estuvieron los dos pilotos de aquellas avionetas, un cuñado de El Chapo que se dice que coordinó los trabajos, el constructor del túnel ,que es el mismo que ya había construido otros para cruzar la frontera, y el coordinador de la defensa legal de Guzmán Loera, Óscar Manuel Gómez Núñez, quien coordinó todos los aspectos, mantuvo la comunicación con El Chapo (lo visitaba hasta cinco horas diarias como cabeza de su equipo de abogados) e incluso, fue quien pagó los gastos derivados de toda la operación. Su esposa, Emma Coronel paga una corta condena en Estados Unidos por haber participado en la misma, según las autoridades de ese país.
Lo que nunca quedó claro es cómo, y a través de quiénes, lograron coordinarse El Chapo, el abogado Gómez Núñez, o su gente, con el personal de la prisión.
Es evidente que en el penal hubo corrupción de forma tal que esa suma de errores o simples complicidades se pudieran dar sin que hubiera, siquiera, filtraciones. Se entiende que entre los seis o siete involucrados externamente en la fuga privara la discrecionalidad: todos eran hombres cercanísimos a El Chapo desde mucho tiempo atrás. Pero ¿cómo hicieron para garantizar la secrecía entre tanta gente involucrada dentro del penal o en las áreas de vigilancia y videovigilancia?, ¿cómo evitar que nadie se preguntara por los ruidos en el subsuelo o por las horas que pasaba El Chapo con sus abogados, sus visitantes o sus mujeres en visita conyugal?, ¿cómo explicar que durante meses hubiera equipos que no funcionaban y que nadie reclamara para que fueran reparados?, ¿quién supervisó a jefes, encargados y sistemas?
Todo eso no tuvo respuesta en su momento, pero cubrió a la administración Peña de un manto de sospechas que no disipó ni la posterior detención de Guzmán Loera en Los Mochis, ni tampoco su extradición a Estados Unidos. Al contrario, su juicio en Nueva York se convirtió en un show que sirvió para tratar de armar lo que algunas agencias de seguridad en la Unión Americana estaban tratando de construir desde tiempo atrás: un megaproceso contra México que abarca varias administraciones, incluyendo, que nadie se equivoque, la actual. Para la de Peña Nieto fue una estocada de la que nunca se recuperó.