Después de que Twitter y otras redes sociales cancelaron las cuentas de Donald Trump por llamar a levantarse contra el propio gobierno estadounidense, en medio de la toma del Capitolio, el 6 de enero pasado, el debate sobre la libertad de expresión en las redes se tornó global.
Pero en México tuvo un capítulo particular: el líder del Senado, Ricardo Monreal, luego de un expreso pedido presidencial, propuso una iniciativa de ley que normaba y regulaba a las redes sociales. No prosperó porque el tema es delicado y en los hechos prácticamente en ningún país se ha terminado de tener una legislación al respecto, como en muchos otros ámbitos de las redes sociales: el cambio tecnológico ha sido mucho más rápido que las legislaciones e incluso que la propia comprensión social sobre el mismo.
Pero hay algo que sí sabemos: las plataformas y empresas como Google y Facebook se benefician ampliamente de los contenidos de los llamados medios tradicionales (prensa, radio y televisión), empaquetándolos y ofreciéndolos a sus usuarios vía distintos tipos de enlace, por lo que generan recursos comerciales que terminan siendo enormes, mientras los medios tradicionales se empobrecen.
La publicidad digital les genera ganancias, mientras que muchos medios de comunicación están al borde del colapso, salvo los que, como The Washington Post o The New York Times han logrado entrar en la nueva era con buen periodismo y robustas plataformas propias (en The Washington Post, además, con el inestimable financiamiento de su nuevo dueño, Jeff Bezos, el principal accionista de Amazon, la empresa más grande del mundo). Por su parte, Google, Facebook y otras plataformas señalan que gracias a ellos los medios llegan a muchos más lectores, lo que es verdad, pero la diferencia es que los medios no pueden monetarizarlos sin crear poderosas plataformas propias, increíblemente costosas.
Llevan la delantera
En Australia, los medios tradicionales parecen haberle encontrado una solución, obviamente benéfica para ellos, a una situación que desde hace más de diez años ha puesto en jaque al periodismo y a los propios medios. El gobierno australiano lleva cerca de un año debatiendo un proyecto de ley, impulsado por la comisión de competencia y consumidores, que pretende obligar a las dos grandes compañías digitales a que paguen a los medios por utilizar su contenido. La solución es similar a la que establecieron autores, productores, discográficas y artistas, por ejemplo, con Spotify y otras plataformas, para que paguen regalías por la reproducción de música u otros productos.
Según la propuesta australiana, ello no dependerá de la voluntad de las empresas, sino que estarán obligadas por ley, y en caso de no establecer un acuerdo, irían a un arbitraje externo.
Facebook ha cuestionado el proyecto de ley porque argumenta que son los propios medios de comunicación, los interesados en proyectar su contenido en las plataformas digitales, pues su poder de difusión les permite llegar a más gente. Pero el tema no es la difusión, sino la comercialización. Facebook dice que, incluso, los editores australianos obtuvieron ganancias por más de 300 millones de dólares el año pasado, por lo que niegan que estén robando contenido. Para presionar, Facebook decidió retirar todos los enlaces de noticias de su plataforma en ese país, mientras que, por el contrario, Google firmó un acuerdo con News Corp, la compañía global del magnate australiano Rupert Murdoch, que es la propietaria de dos terceras partes de los periódicos de ese país, además de medios tan importantes como los estadounidenses The Wall Street Journal, The New York Post y los ingleses The Sun y The Times... y de la cadena de televisión Fox, entre otros muchos medios.
El debate ahí está y dará para mucho más. Es evidente que ambas plataformas perciben el periodismo de forma diferente: mientras que para Google las noticias son pieza central de su oferta, para Facebook son una parte más de su contenido, al que consideran creado por una base distinta de usuarios.
Lo cierto es que son pocos los medios que podrán soportar el cambio tecnológico sin un respaldo legal de esta naturaleza. La música, el cine, las editoriales, lo debieron encontrar vía acuerdos o legislaciones de muy difícil implementación. Para los medios de comunicación es más complejo aún. Muchas salidas pasan, simplemente, por implementar suscripciones digitales a sus contenidos exclusivos en parte para esos suscriptores, otros han logrado financiamiento de otras fuentes o estableciendo alianzas estratégicas. Los medios escritos y electrónicos tienen cada vez mayor asociación y terminan siendo parte de grandes conglomerados. Pero eso no alcanza ni remotamente para todos los medios llamados convencionales.
Marty Barron, el director del Washington Post que precisamente condujo a ese periódico de una práctica quiebra a una situación de bonanza periodística (su redacción hoy tiene más de mil reporteros y redactores), económica y financiera (antes y después de la compra de Bezos), en una entrevista con El País, con motivo de su reciente retiro de la dirección de ese periódico estadounidense, decía que el periodismo en su país hoy “es más fuerte en el sentido de comprender su misión, en su determinación a cumplir esa misión. Pero buena parte del periodismo americano se enfrenta a enormes desafíos financieros. Afortunadamente, a nosotros nos va bien, porque somos una organización nacional. Pero el periodismo local está en peligro. Todavía no tenemos un modelo para eso. Los eventos del último año (la pandemia, sobre todo) han hecho mucho daño a los medios locales y regionales, porque su publicidad sencillamente se ha evaporado, y las economías de sus comunidades han sido gravemente dañadas. Ha habido recortes de personal y muchos han sido adquiridos por compañías que no tienen al periodismo en su corazón, y están ahí sólo para sacar hasta el último dólar”. De eso y de mucho más hay que rescatar a la prensa, la radio, la televisión.