“¿Para qué quiero estatua si tengo al pueblo?”, preguntó el Presidente López ayer al comentar su efímero monumento de cantera rosa erigido y destruido en Atlacomulco, Estado de México, al final del año pasado. Como afirma y ocurre, si tiene al pueblo ¿para qué quiere entonces una consulta sobre revocación de mandato?
AMLO agradeció el gesto, al tiempo que recordó que no desea monumentos ni su nombre en calles o escuelas. “Amor con amor se paga” y “El pueblo es agradecido, es mentira que no aprecie”; afirmó que a diferencia de los potentados que norman sus afectos a la conveniencia, los pobres son leales.
Es más, aseguró, en las elecciones intermedias fueron justamente los pobres los que sacaron adelante el proyecto transformador y develó que en el 2000 fueron los pobres de Iztapalapa quienes le dieron la victoria frente a Santiago Creel.
Y serán las clases más desprotegidas las que harán la consulta de marras y también quienes muy probablemente refrendarán a Morena en el poder para 2024.
Entonces, ¿para qué una costosa consulta? Por lo que representa, por marcar un sello, por hacer historia, para ser recordado más allá de estatuas y calles.
Los símbolos que todo régimen requiere implementar en el imaginario colectivo cuestan mucho y los tiempos pandémicos e inflacionarios no son los mejores para darnos esos lujos.
Las cuentas no cuadran cuando se revisa el tema, por ejemplo, de la no venta y no rifa de un avión emblema de ostentación gubernamental.
Pagar, estacionar, mantener y promover el aparato cuesta al erario mucho dinero del pueblo; los viajes, todos domésticos, del mandatario y sus dos periplos internacionales igual hubieran aterrizado el avión de fantasía, pero de eso a recuperar miles de millones entre su venta, rifa o el no uso de un activo —estrictamente tampoco lo es, pero su costo sí— es poco, pero representa mucho.
Lo mismo con el célebre y malogrado aeropuerto de Texcoco, haber echado abajo un proyecto a golpe de una consulta popular improvisada argumentando corrupción abrasiva en la obra —ojo, sin que hasta ahora exista un solo proceso judicial en contra de terratenientes, contratistas o políticos—, cuesta a la Hacienda Pública miles de millones de pesos.
La obra de reemplazo estará lista y será inaugurada en tiempo y forma tal como ayer celebró AMLO y, sin embargo, la saturación aérea y la insuficiente capacidad de conectividad aérea para el Valle de México será resuelta muchos años después del corte de listón del lejano AIFA.
Pero no volar, no tener un aeropuerto grande y funcional por asumirse como uno “rico”, así como refrendar su popularidad en un ejercicio no vinculante —porque no llegará al 40 por ciento de participación— transformado de revocatorio a ratificatorio a golpe de propaganda de Morena, cuesta mucho.
La conseja popular de la política-política, revolucionaria, neoliberal o transformadora que dice que lo que cuesta dinero es barato, sobrevive. Los símbolos del poder se pagan. Las estatuas van y vienen, son lo de menos.