La primera gran medida adoptada en nuestro país para tratar de contener los contagios por Covid-19 fue la suspensión de clases presenciales en todos los niveles educativos, tanto en instituciones públicas como privadas.
Desde entonces, la educación básica migró de las aulas a las casas y del personal docente a las madres y padres de familias, quienes —junto con profesoras y profesores— se han convertido en parte activa y fundamental para que millones de estudiantes —principalmente de nivel preescolar, básico e intermedio— puedan continuar con sus estudios.
A escasas semanas de que se cumpla un año de la suspensión de clases presenciales, en días recientes la Asociación Nacional de Escuelas Particulares —la cual agrupa a unos 8,200 colegios privados— comenzó una disputa con las autoridades federales y locales con miras a obtener su aval para retornar a los salones de clases a partir del 1 de marzo próximo.
Entre los argumentos esgrimidos por esta asociación se encuentra el derecho a la educación, la deserción escolar provocada por las clases a distancia, el cese definitivo de actividades de cientos de colegios y la precariedad económica del personal docente, que ha perdido su empleo o que no percibe su salario de forma completa. El anuncio también ha sido respaldado por diversas agrupaciones de madres y padres de familia, quienes resaltan las deficiencias educativas por vía remota y las afectaciones ocasionadas en el entorno familiar, al no poder enviar a sus vástagos a la escuela.
No es para menos que surjan estas demandas tras el prolongado confinamiento al que todavía nos encontramos sujetos, pues, aunado a la pérdida de vidas y una profunda crisis económica, quizás el siguiente ámbito más afectado sea el educativo. Seguramente estos meses —o años— destacarán en los registros de forma negativa por las altas tasas de deserción escolar y un muy significativo rezago en la educación, donde la peor parte se la llevarán los sectores de la sociedad menos favorecidos.
Sin embargo, al igual que en muchas otras determinaciones adoptadas a lo largo de esta contingencia sanitaria, la alternativa que se privilegie siempre será en detrimento de otra. En este caso se busca preservar la vida de millones de personas en condición de vulnerabilidad, por encima de cualquier otra cosa, ni más ni menos. Además, habría que considerar la precariedad de nuestro sistema de salud y el pobre manejo de las autoridades federales de la crisis sanitaria, aunado a una muy deficiente estrategia de vacunación, lo cual sitúa a México entre los países con mayor número de contagios y defunciones a nivel mundial.
Por lo pronto, las autoridades educativas —atinadamente— rechazaron ya la propuesta, pues más allá de la —mayor o menor– validez de motivos de quienes la respaldan, simplemente no hay condiciones para plantear un retorno seguro a las aulas, sin que ello derive en una nueva escalada masiva de contagios. Cualquier decisión en el sentido contrario sería irresponsable y contraproducente. Ojalá que, al final del camino, quepa la prudencia y paciencia en todos los involucrados.