Israel es la única democracia en Medio Oriente. Como toda democracia tiene fallas, en particular con respecto a la minoría árabe que constituye el 20 por ciento del país. Sin embargo, desde su creación, el sistema democrático que diseñó el movimiento sionista socialista que formó el Estado, ha sido uno de los más estables de Occidente. A pesar de que durante los catorce años del gobierno de Netanyahu la democracia ha estado bajo el ataque del primer ministro, quien en su intento eludir juicios por corrupción ha emprendido un ataque directo contra los medios y el poder judicial, nunca el futuro de ésta ha estado tan en duda como ahora.
Netanyahu, a pesar de declararse derechista, siempre incluyó a partidos de centro y centro izquierda en sus coaliciones. Cada vez que Estados Unidos lo presionó para iniciar de nuevo el proceso de paz o dejar de construir asentamientos, usó a estos partidos como chivo expiatorio, culpándolos de detener su política derechista. Es por esto que el status quo de los Acuerdos de Oslo (1995) se mantuvo. Esta vez es distinto. Después de años de un embate en contra de la policía, el procurador general, los medios, las cortes y sus enemigos políticos, no solamente los partidos de izquierda y centro se niegan a unirse a Netanyahu, sino que la derecha liberal, dentro de su propio partido, lo ha abandonado. Los partidos de extrema derecha y los partidos ortodoxos, con quienes formará su nueva coalición, saben que Bibi depende enteramente de ellos para aprobar una serie de leyes que cancelarán sus juicios. En su momento de mayor debilidad, Netanyahu está dispuesto a entregar lo que sea, incluso si de las bases de la democracia israelí se trata, y así salvarse y quedarse en el poder.
Los retos a la democracia son varios y feroces. En un acto inverosímil, Netanyahu ha aceptado dividir el Ministerio de Defensa y otorgar el control de los territorios ocupados al partido que representa a los colonos israelíes. Entre sus reformas judiciales destaca una nueva ley para que el Congreso pueda cancelar decisiones de la Suprema Corte de Justicia, prácticamente eliminando la división de poderes. Esto le permitirá cancelar su juicio, y a sus aliados promover leyes que vayan en contra de las leyes básicas del país (por ejemplo, la del respeto al hombre), sin miedo a que la Corte las detenga. La Policía estará liderada por Itamar Ben-Gvir, quien tiene 40 convicciones criminales y fue encontrado culpable de pertenecer a un grupo terrorista judío. En el ámbito de la educación, el gobierno invertirá millones de shekels en escuelas ortodoxas en las que no se enseña matemáticas o inglés, sino religión, obligando a las ciudades a desviar recursos para pagar la expansión de un sistema que promete crear una nueva generación de desempleados.
El futuro de Israel es complicado: la ocupación que es cada día más irreversible; la minoría árabe dentro del país que se vuelve un grupo aún más marginado; y el crecimiento exponencial de una nueva generación de judíos ortodoxos sin educación básica, tendencia que debilitara fuertemente la economía israelí. Así el país será cada vez más dependiente de los ingresos de una minoría secular que se siente perseguida y que, calladamente, irá abandonándolo. Sin embargo, Netanyahu no arrasará con el país sin enfrentar resistencia. La mitad del país votó en su contra. Y aquellos que desde 2015 luchan por proteger la democracia israelí se alistan para los que muchos de ellos denominan como el combate de sus vidas.