La derrota de la derecha extrema en Francia y el sorprendente desempeño de la alianza de izquierdas en las elecciones legislativas la semana pasada guardan lecciones críticas para la lucha por la supervivencia de la democracia en Occidente.
Hace ya más de diez años, la prensa ha estado llena de augurios que profetizan el resurgimiento de la ultraderecha en Occidente, su victoria y la inminente desaparición de la democracia. Sin embargo, a pesar de los pronósticos, no basta más que un simple vistazo a las democracias más grandes del mundo occidental (Estados Unidos, Gran Bretaña, Brasil, Alemania, Francia, México y España, entre otras) para llegar a la conclusión de que la derecha extrema ha fallado en su intento por hacerse del poder y destruir sus cimientos democráticos.
Si analizamos los resultados electorales de los últimos veinte años, en la mayoría de los países de Occidente, el balance entre izquierdas y derechas es similar al de los últimos cincuenta, es decir, un electorado generalmente dividido en dos, en el que a veces gana un campo y a veces el otro. El cambio significativo de las últimas dos décadas no es el crecimiento del campo de la derecha, sino su mayor derechización. Es decir que las derechas no han ganado nuevos electores, sino que votantes conservadores o de centroderecha han sufrido un proceso de radicalización que ha dado impulso a partidos de corte fascista que se habían convertido en parias en la etapa de la posguerra. Es aquí donde los resultados en Francia ofrecen importantes lecciones.
En Francia, la izquierda laborista y la derecha conservadora se repartieron el poder en los últimos sesenta años. Sin embargo, en la última década tanto el laborismo como el conservadurismo perdieron terreno. En las últimas elecciones legislativas, el Frente Nacional de Le Pen prácticamente hizo desaparecer a la derecha francesa democrática. De nuevo, no es que las derechas hayan crecido, sino que partidos de extrema derecha se han convertido líderes del campo. Esto es alarmante, pues si en los últimos sesenta años era un hecho que quien fuera el partido victorioso respetaría y se atendría siempre al juego democrático, la llegada de la extrema derecha al poder podría dañar las bases del edificio mismo.
La condición elemental para que cualquier movimiento político tenga éxito, es decir, gane, es su capacidad de aumentar filas y expandirse. Esto implica, por obvias razones, que todo movimiento político exitoso tendrá que hacer concesiones. Ante la amenaza del partido de Le Pen, las izquierdas francesas, en todo el espectro que va desde la más radical hasta la centroizquierda, pasando por los verdes, estuvieron a la orden del día. Tomando el nombre del frente de las izquierdas que detuvieron al fascismo en Francia en la década de 1930, el Frente Popular consiguió una importante victoria. La creación del Frente no fue, sin embargo su única decisión pragmática, pues para evitar que el voto de los sectores prodemocráticos y de centro se dividiera, el Frente hizo además un segundo pacto con el partido de Macron, otorgándole victorias que pudieron haber sido suyas en aras de detener al Frente Nacional de derecha. El resultado: Le Pen y su partido quedaron orillados al tercer lugar. Ojalá este pragmatismo los continúe guiando hacia la formación de un gobierno de coalición, pues para volver a ganar hay que también dar buenos resultados.