Ya son casi cuatro meses desde que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, declarara el estado de excepción en este país. El ejército y la policía han tomado el control de las calles. Día a día, para cumplir con la cuota de detenciones establecida por el gobierno, detienen a cientos o tal vez miles (no se sabe a ciencia cierta) de jóvenes sin ningún proceso judicial, con el pretexto de exterminar a las pandillas.
El sistema carcelario, ya de por sí saturado y desprovisto de recursos, ha tenido que recibir a miles de nuevos presos a los que no les espera ningún juicio, pues la detención implica casi una sentencia. Varios de éstos han muerto en las cárceles, hacinados, con poca comida y sin tratamientos médicos adecuados y algunas fuentes incluso reportan decenas de casos de tortura. Por las calles de San Salvador, la capital, se pueden ver letreros del gobierno con líneas anónimas para que los ciudadanos denuncien a los pandilleros. Como en todo régimen autoritario, por no decir totalitario, enfrentar a unos contra otros se ha convertido en el instrumento predilecto del régimen para controlar a la población.
Después de la tortuosa guerra civil que azotó al país de 1979 a 1992, El Salvador comenzó una lenta y fallida transición a la democracia. A pesar de que el nuevo sistema electoral garantizó la alternancia en el poder, la violencia en el país no desapareció, sólo se transformó. Pandilleros salvadoreños que residían en Estados Unidos regresaron al país y fundaron una serie de organizaciones delictivas conocidas como las maras. Extorsión, tráfico de drogas, robo y asesinatos se convirtieron en la nueva realidad en el país. Los salvadoreños, cansados de la inefectividad de los dos partidos tradicionales, de derecha e izquierda, se tornaron en masa en apoyo a Bukele, un candidato externo a la élite política, quien prometió la modernización del país a la par de una política de cero tolerancia a las maras.
Bukele es conocido en el extranjero por su política monetaria, que busca sustituir el dólar, la moneda de El Salvador, por el bitcoin. El experimento del presidente, sin embargo, ha resultado un fiasco. No solamente el gobierno falló en convencer a la población de usar esta criptomoneda y así atraer a grandes inversores extranjeros que, supuestamente, el cambio de moneda traería, sino que las inversiones millonarias del gobierno en bitcoin perdieron estrepitosamente su valor en los últimos meses, después de la caída del precio de todas las criptomonedas. El intento de convertir a uno de los países más pobres y violentos de América Latina en un paraíso para los startups resultó ser, como era fácil de augurar, una farsa. No parece coincidencia que a la par del fracaso de la criptoaventura, el presidente haya decidido declarar un estado de excepción.
La población, cansada de la violencia, apoya al presidente. Sin embargo, lo que inició como una campaña en contra de pandilleros, se ha convertido en la persecución de cientos de jóvenes inocentes y en un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos. El aspecto moderno del joven Bukele esconde a un líder sin escrúpulos que en aras de aumentar su poder ha pactado con el ejército, convirtiendo a El Salvador, de nuevo, en un régimen militar.