Kamala Harris ha sorprendido no sólo a sus más grandes críticos sino incluso a sus mayores adeptos.
En un par de semanas, la vicepresidenta logró consolidar a un partido profundamente dividido en torno a su candidatura, reconstruir la coalición política demócrata incrementando significativamente su popularidad entre afroamericanos, mujeres, jóvenes y latinos, liderar la Convención Demócrata a la perfección, pronunciando con carisma un discurso lleno de optimismo y posicionándose a los ojos del público como una estadista capaz de asumir la presidencia de la nación y, esta semana, vencer a Donald Trump de manera contundente en el debate presidencial.
La habilidad política, disciplina y el esfuerzo necesarios para lograr esta proeza histórica sin cometer (hasta el momento) un solo error político o mediático son dignos de admirar. Estamos ante una política de primer nivel.
Sin embargo, a ocho semanas de la elección, a pesar de mejorar significativamente los números de Biden en las encuestas, Harris y Trump se encuentran en un empate técnico. La sociedad estadounidense, en la última década, se ha polarizado a tal punto que, sin importar quiénes sean los candidatos o qué es lo que hagan o digan, la aplastante mayoría no está dispuesta a votar por el campo contrario. Son unos pocos miles de votantes en unos cuantos distritos electorales en seis estados (Arizona, Carolina del Norte, Georgia, Michigan, Nevada, Pensilvania y Wisconsin) quienes decidirán el futuro de la nación.
Desde hace un par de semanas la campaña de Trump ha intentado (sin éxito hasta el momento) definir a Harris ante el público como una candidata ultraliberal, responsable de las fallas del gobierno de Biden en temas de economía e inmigración. Sin embargo, a pesar de haberse preparado arduamente (algo inusual en el candidato) Trump terminó sucumbiendo, una tras otra, a las trampas que le puso Harris, poniéndose a la defensiva y cometiendo error tras error en lugar de atacarla.
En cambio, Harris logró lo que la campaña de Biden trató de hacer durante meses en una sola noche: definir la contienda como un referendo al liderazgo de Trump, mostrándolo ante 63 millones de espectadores como un líder errático, caprichoso y peligroso que amenaza el futuro de la república. De esta manera venció Biden a Trump en 2020 y de esta manera Harris espera lograr lo mismo en noviembre de este año.
En su campaña, Harris ha tratado de convencer al público que ha llegado el momento de dejar atrás una década de división política, mostrándose como una líder que apela a la unidad nacional, que busca y celebra lo que une a la sociedad y no lo que la divide; tengan mi palabra que seré, dijo en el debate, una presidenta para todos. En cambio, Trump trata de apelar a los miedos y los resentimientos de los votantes, enfatizando la crisis migratoria y pintando un escenario de caos y fracaso, a un país en crisis, destruido (en sus palabras) y que necesita un salvador. Dos visiones opuestas no sólo por el contenido de sus propuestas, sino en su manera de entender y ver el mundo. La pregunta es ¿cuál de estas dos narrativas, de estas dos visiones y maneras de pensar podrá convencer a los pocos miles que decidirán esta elección?