El amor no se define por el sacrificio, el amor es gozo y plenitud. Sin embargo, el amor se puede medir por el sacrificio, si es que cabe hablar de medidas en el amor.
Ya lo decía Antonio Caso hace un siglo; en un mundo en el que cada quien busca su propia conveniencia, en el que la ley universal parece ser obtener el máximo beneficio con el mínimo de esfuerzo, el amor, la fuerza del amor, es algo incomprensible, asombroso, porque se olvida de la ventaja individual, incluso al grado de ser capaz de renunciar a ella en lo absoluto.
Hay muchos niveles de sacrificio. Se puede sacrificar poco o mucho, incluso todo.
La experiencia diaria del amor nos pide una suma de pequeños sacrificios de nuestro orgullo, nuestro egoísmo y nuestra vanidad. Normalmente uno se acostumbra a ellos e incluso deja de sentirlos como cargas. No todo es tan sencillo cuando los sacrificios se hacen más grandes, cuando tenemos que renunciar a cosas que nos gustan mucho o incluso que nos son indispensables: dejar un país, abandonar un trabajo, hipotecar una casa. En estos casos el amor se pone a prueba.
El grado más alto del sacrificio es entregar la propia vida. Se pueden imaginar varias circunstancias en las que alguien puede llegar a sacrificarse de esa manera. Un caso paradigmático es el de ofrecer la propia vida a cambio de la vida del ser amado. Por ejemplo, para salvar la de un hijo. Otro caso, no menos fuerte, es el de ofrecer la vida para evitar que la persona amada sufra un daño terrible. Por ejemplo, para que no mutilen o torturen a un hijo.
¿Hay una lógica del sacrificio? Podría decirse que si uno se sacrifica para que un hijo no sufra o no muera, eso no tendrá como consecuencia que, en un futuro, el hijo no sufra o no muera. Lo único que podemos lograr, en ese caso, es que el hijo no muera o no sufra en ese momento. ¿Qué pasa, por ejemplo, si el hijo tiene cáncer terminal? ¿Es racional sacrificar la vida por un moribundo? ¿O por un anciano? ¿O por un condenado a muerte?
Hay una respuesta que sostiene que el sacrificio por amor, cuando es genuino, no se vale del cálculo de costos y beneficios. Si hubiera una fórmula precisa para determinar cuándo es razonable que alguien se sacrifique por alguien más y cuándo no lo es, entonces estaríamos hablando de un sacrificio pragmático, no amoroso. En ese caso, quizá deberíamos usar otra palabra para referirnos a ello. Por ejemplo, cuando decimos en el ajedrez que “sacrificamos a la reina” para ganar la partida, hacemos un uso analógico del concepto, ya que, al final, el resultado fue para nuestro beneficio.
Mañana comienza la Semana Santa. La muerte de Jesucristo en la cruz es el modelo supremo del sacrificio por amor. Es fundamental que entendamos –o, quizá, mejor dicho, que hagamos un esfuerzo por entender, porque nos enfrentamos a un misterio– el significado más profundo de ese suceso.
El mensaje de Jesucristo no fue uno de muerte, sino de vida, de la vida más plena y rica que pueda existir. La clave de ese mensaje es el amor. Los únicos dos mandamientos que dejó Jesucristo a sus discípulos fueron: ama a Dios y ama a tu prójimo. La cosmovisión cristiana gira alrededor del amor y, por ello, lo que nos pide es que nuestra existencia también gire alrededor de ese sentimiento. Ahí está el sentido de la vida. No hace falta buscar más.
No obstante, si no se puede concebir al amor sin la disposición al sacrificio, eso que llamamos amor se quiebra, se vuelve un sentimiento como cualquier otro, igual a los demás. El mensaje de Jesucristo, ejemplificado en su biografía, es la de un amor tan grande que no se detiene ante el momento de sacrificarlo todo. En ningún momento se exige a los cristianos que dejen de razonar, de calcular, de sopesar. Sin embargo, lo que la enseñanza de Jesucristo nos dicta es que no debemos poner a la razón helada, a la razón instrumental, a la razón egoísta, por encima del amor que entiende todas las cosas de otra manera.
“Si no se puede concebir al amor sin la disposición al sacrificio, eso que llamamos amor se quiebra, se vuelve un sentimiento como cualquier otro, igual a los demás”
“El mensaje de Jesucristo no fue uno de muerte, sino de vida, de la vida más plena y rica que pueda existir. La clave de ese mensaje es el amor. Los únicos dos mandamientos que dejó Jesucristo a sus discípulos fueron: ama a Dios y ama a tu prójimo”