Al pie del Castillo de Chapultepec, en la plazuela de donde parte el camino que asciende hasta lo alto del cerro, hay un pequeño edificio de estilo neogótico que durante muchos años se conoció como la casa de los espejos porque dentro había una hilera de espejos cóncavos, convexos y con diversas combinaciones de ambas formas que distorsionaban la imagen de las personas reflejadas en ellos. Hace muchos años que quitaron los espejos de esa edificación y ahora se encuentra vacía, casi siempre con las puertas cerradas, según me han dicho.
Los espejos son parte del mobiliario de todos los hogares modernos. Un baño sin espejo, por ejemplo, nos parecería incompleto. También están muy presentes en los restaurantes, y centros comerciales. Juraría que no hay manera en la que pase un día sin que uno no vea su imagen reflejada, aunque sea de reojo, en algún espejo. Por eso mismo, los espejos ya no nos parecen algo extraordinario. Sin embargo, durante milenios, los espejos poseyeron un prestigo que los distinguía de otro mueble cualquiera, porque lo que ellos logran, reflejar nuestra imagen con cabal transparencia es algo a lo que los seres humanos todavía nos provocan un sentimiento de íntima trepidación.
Los espejos, desde antes de que fueran como los actuales, cuando estaban hechos de plata, de bronce o de obsidiana, fueron considerados como instrumentos de adivinación, es decir, objetos mágicos que nos revelaban una realidad oculta a nuestros ojos. Pero no hace falta atribuir poderes misteriosos a los espejos para sentir inquietud cuando nos miramos en ellos. El espejo nos permite vernos a nosotros mismos como si fuéramos otros, es decir, frente a frente. Esa sensación de desdoblamiento provoca un vértigo que nos impide fijar la mirada durante un largo tiempo en el espejo. Y es que brotan extraños temores cuando nos vemos así con demasiada atención. ¿Y si la imagen reflejada cobrara vida? ¿Y si nos hablara? Por eso, casi siempre vemos al espejo muy de pasada o nos fijamos sólo en una parte de su reflexión, por ejemplo, en el pelo, como cuando las mujeres se arreglan el peinado, o en el mentón, como cuando los hombres se afeitan.
Recuerdo que cuando era niño y me llevaban a la sala de los espejos de Chapultepec me invadía una emoción muy fuerte que hoy me cuesta trabajo describir. Para mí era como un truco de magia verme con otro tamaño, deformado de maneras increíbles: más alto o más bajo, más gordo o más flaco. No he olvidado las sonoras carcajadas que estallaban sin cesar ahí dentro. Niños y adultos, pobres y ricos, hombres y mujeres reían sin parar, como si estuvieran embriagados. Me han informado que hay otra casa de los espejos en Chapultepec, una nueva, pero no he ido a visitarla. Me pregunto si la gente ahora se sigue riendo dentro de ella como lo hacía hace medio siglo. Quizá en aquel entonces éramos todos, niños y adultos, pobres y ricos, hombres y mujeres más inocentes y esa sencilla diversión nos producía emociones que ahora, que todos somos menos inocentes, ya no sentimos por igual.
Es chistoso verse deformado, pero yo diría que mezclada con la risa que brota de lo cómico de la imagen, hay otra risa, la que se conoce como “risa nerviosa”, que surge de vernos convertidos en alguien distinto. Me explico. Hay algo inquietante en pensar que la persona que soy sea algo contingente. ¿Por qué soy como soy y no fui otra persona distinta, más alta, más gorda o más fea? ¿Qué destino inescrutable hizo que me vea como veo y no de manera distinta? De niño, en la casa de los espejos, podía observarme como ese otro que pude haber sido y que, por un conjunto inabarcable de causas y coincidencias, no fui. Cuando de regreso al hogar me miraba de nuevo en el espejo plano de mi baño podía preguntarme si ése que estaba ahí reflejado era yo en verdad o si mi reflejo más perspicuo era el de alguno de esos espejos del bosque de Chapultepec. ¿Acaso he ido por la vida engaño sobre quién soy? ¿Acaso la imagen que tengo de mí mismo ha sido una imagen distorsionada de mi oculta realidad?