En España las llaman “mascarillas”. En Argentina “barbijos”. En México las llamamos de manera indistinta “cubrebocas” o “tapabocas”.
Con la pandemia del Covid se han vuelto un instrumento indispensable. No se puede salir sin uno de ellos. Y si uno lo hace, por distracción o por terquedad, lo miran feo. Todavía hace un par de meses había una intensa discusión acerca de su eficacia. El bando que los defendía —simpatizantes de la rigurosa disciplina oriental— daba como ejemplo a los países asiáticos que han logrado contener la epidemia (como Japón, que ha tenido poquísimos muertos). El bando opuesto —simpatizantes de las libertades occidentales—argüían que no había pruebas científicas que mostraran su impacto. Tal parece que el debate ha sido ganado por los defensores de los tapabocas o cubrebocas. Con la excepción de algunas figuras de la política mundial, como los presidentes de Estados Unidos, Brasil y México, que se niegan a usarlos por alguna oscura razón, la mayoría de la población mundial ha adoptado el hábito.
Hace unos días me entrevistaron sobre el tema de la pandemia y yo usé de manera recurrente la palabra “tapabocas”. Mi madre vio la entrevista y después me reclamó que había cometido el error de hablar de “tapabocas” en vez de “cubrebocas”. No son iguales, me dijo con su habitual seguridad. No es lo mismo cubrirse la boca que taparse la boca. Cuando te cubres la boca puedes hablar a través de la tela. En cambio, cuando te la tapas, ya no te puedes hacer escuchar. Pensé que ella entendía tapar la boca como equivalente a cerrar la boca, como cuando a los niños se les dice que se pongan un candadito para que dejen de hablar. Pero no me atrevo a emitir un dictamen. El asunto es tarea de los lexicógrafos. Sin embargo, creo que la distinción apuntada por mi madre no deja de ser interesante.
Para protegernos de la epidemia del Covid conviene que usemos un cubrebocas. Aunque el tamaño del virus sea tan pequeño que puede atravesar casi cualquier tela o material por la que también pueda pasar el aire, las gotas o gotículas o microgotículas en las que viaja el virus se pueden detener con el cubrebocas.
Pues bien, para protegernos de la epidemia de verborrea conviene que usemos un tapabocas. No propongo que dejemos que alguien nos tape la boca: el Estado, la Iglesia, nuestros padres, nuestro cónyuge. Lo que sugiero es que cada quien se ponga un tapaboca simbólico para no abusar de las habladurías, los chismes, los rumores, las maledicencias, las conjeturas, las patrañas, los embustes y las mentiras que ahora tanto abundan. Los carmelitas tienen la norma de “callar y obrar”. No estaría mal que, aunque sea a ratos, todos adoptáramos esa regla y tratásemos de seguirla en nuestra cotidianidad. Dicho esto, y para no ser incongruente, yo también me callo.