Elogio de la doggie bag

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

En el siglo pasado había toda una etiqueta sobre la comida que ha desaparecido en nuestros días. Las reglas de esta pequeña moral dependían del lugar en donde se realizaba esa función indispensable para la vida: en la casa de uno, en un restaurante o en casa ajena.

Cuando se comía en el hogar había que dejar el plato limpio. A los niños se les obligaba a ingerir todo lo que les habían servido. Si no lo hacían, no se les permitía levantarse de la mesa. Los padres pensaban que esta regla era un asunto de disciplina, pero también de respeto a quien pagaba por los alimentos y a quien los preparaba. Nunca faltaba, tampoco, el sobado recurso de: ¿sabes cuántos niños en África quisieran esa comida que tú desprecias? Por alguna razón, la clase media mexicana estaba más preocupada por los niños desnutridos de Biafra que por los del Valle del Mezquital o la sierra mixteca.

Cuando se comía en un restaurante, la regla era otra: había que dejar, aunque fuera un poco de comida en el plato. De otra manera, se corría el riesgo de que se pensara que uno era un muerto de hambre o, como se decía, vulgarmente, “un pelón de hospicio”. El recurso de llevarse las sobras resultaba sencillamente inconcebible, en esos años se hubiera visto como una muestra de enorme vulgaridad. Esto fue cambiando con la llegada del concepto gringo de la doggie bag: lo que se explicaba era que los restos eran para el animalito de la casa, no para los humanos, ¡por supuesto!, que no tenían necesidad de comer sobras, porque tenían comida en abundancia. Lo de la doggie bag primero se comenzó a aceptar en los restaurantes más sencillos, y cuando los comensales pertenecían a la misma familia. Hoy en día, eso de llevarse las sobras se ha vuelto costumbre, incluso en los mejores restaurantes.

Cuando uno iba a comer a otra casa debía cuidarse de no causar dos impresiones: la de ser un hambreado o un maleducado. Si uno se comía todo, se corría el primer riesgo. Si uno dejaba algo en el plato, se corría el segundo. Uno se enfrentaba, entonces, a una paradoja irresoluble. Era muy fácil quedar mal. Quienes más sufrían, como siempre, eran los niños. Los padres les indicaban que cuando fueran de visita debían comerse todo lo que les sirvieran, incluso si no les gustaba. Pero si los niños cumplían con esa instrucción y se comían todo haciendo tripas corazón, no les quedaba más remedio que aceptar otra porción porque ya habían dejado la impresión de que les había encantado la comida de los anfitriones. El peligro, por supuesto, era que cuando el niño invitado se levantara de la mesa, alguien dijera: ¿te fijaste qué bien comió fulanito?, ¡pobrecito!, quién sabe qué porquerías le dan de comer en su casa.

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