Hace unos días, el New York Times dedicó un largo artículo a un tema que aparentemente preocupa a los miles de ciudadanos estadounidenses que se han mudado a la Ciudad de México: qué tan picante son las salsas que se ofrecen en las taquerías más concurridas por dicha comunidad extranjera.
El artículo al que me refiero, firmado por el corresponsal James Wagner, apareció en la edición del 6 de julio pasado con el título de Can foreigner handle the heat? Mexico City debate milder salsas.
Hay que reconocer que Wagner hizo un trabajo profesional. Entrevistó a varios dueños de taquerías de la zona de la Condesa, la Roma y Polanco –que son las que tienen más clientes extranjeros– y encontró que mientras en algunos negocios le habían bajado lo picante a las salsas, en otros negocios se resistían a cambiar sus recetas, a pesar de la afluencia de clientes foráneos. Wagner también entrevistó a varios turistas, e incluso a varios mexicanos que frecuentan esos sitios y encontró que hay una resistencia a que las salsas dejen de ser tan picantes por la presencia, cada vez mayor, de los extranjeros.
El giro que Wagner le dio a su artículo es el de entender la cuestión de las salsas dentro de un fenómeno más amplio: el de la gentrificación. Lo que podría resultar un detalle anecdótico, incluso chusco, adquiere mayor relevancia cuando es examinado desde aquel punto de vista.
Sabemos que la gentrificación genera cambios en la cultura material de la localidad a la que llegan los migrantes extranjeros con recursos monetarios elevados. El tema más debatido es el del precio de los bienes raíces. Las casas suben de precio. Pero también se arreglan para adecuarse al nivel económico de sus nuevos habitantes. Se abren nuevas tiendas, nuevos restaurantes. Todo esto eleva el nivel económico del barrio, pero, por eso mismo, expulsa a los habitantes originales que ya no pueden pagar lo que cuesta vivir en sus casas familiares, que pertenecían a un sector social más bajo.
La comida también forma parte del universo de la cultura material afectada por la gentrificación. Por lo mismo, el tema de qué tanto pican las salsas en las taquerías no es menor, no es una vacilada, sino que toca fibras hondas vinculadas con la preservación de las costumbres y las formas de vida de los mexicanos, en aquellas zonas de la ciudad en las que habitan los extranjeros.
A mí la salsa me gusta con sabor fuerte, pero no me opongo a que haya opciones para todos los gustos. No se trata de luchar por preservar las esencias más puras de la comida mexicana, como si defendiéramos el Castillo de Chapultepec de las tropas enemigas. Sin embargo, no está de más reflexionar acerca de este asunto que se ha tornado picante.