Abraham lo tenía todo: extensas tierras, enormes rebaños, numerosos esclavos, pero le faltaba algo sin lo cual su vida parecía incompleta: un heredero. Cuando Dios le promete que su descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo, la promesa parece imposible. Abraham y su esposa eran ancianos. Pasan los años y Dios les sigue prometiendo que tendrán descendencia, hasta que, por un milagro, Sara queda embarazada y engendra a Isaac.
La historia de Abraham refleja un ideal humano, compartido por todas las culturas tradicionales: poder tener descendencia. El supuesto es que una vida con hijos tiene más valor y más sentido, que una sin hijos. Quienes no logran cumplir este ideal, por cualquier motivo, son vistos, en aquellas culturas, como personas que merecen nuestra conmiseración.
No obstante, en muchas culturas tradicionales se concedía que dentro de una institución religiosa algunos hombres y mujeres hicieran votos de castidad y, por lo mismo, renunciaran a tener hijos. En estos casos, no se afirmaba que sus vidas perdieran valor o sentido, sino que, por el contrario, ganaban más valor y sentido que la de los legos. Este tipo de reglas valía no sólo para las instituciones religiosas, sino de otros tipos. Por ejemplo, hasta el siglo XIX, había normas de celibato en varias universidades europeas.
Lo que resulta revolucionario en nuestros días, es que se acepte que alguien puede tener una vida, con pleno valor y sentido, sin tener hijos y sin dedicarse a alguna misión considerada como superior; por ejemplo, el sacerdocio. Lo que ahora se acepta es que la búsqueda del desarrollo personal, por medio del trabajo, el estudio y la amistad, es suficiente para tener una vida con el mismo valor y sentido que la de aquellos que, además de todo lo anterior, tienen descendencia.
¿Acaso no se sienten tristes y desmotivados quienes deciden no tener hijos? Y no me refiero únicamente a los individuos, sino a las parejas sin hijos. He aquí donde las mascotas cumplen un nuevo rol en la sociedad contemporánea. Así como los animales domésticos antes servían para pastorear el ganado o para cuidar la casa, ahora también sirven para algo más: para reemplazar en el campo de los afectos y, más allá, incluso, en el campo de la existencia entera, lo que se gana y disfruta con los hijos. Eso explica, en parte, por qué ahora hay tanta gente que trata a sus perros y gatos como si fueran sus hijos. Esta costumbre es otra novedad de nuestros tiempos. En un pasado no demasiado remoto, esa actitud ante las mascotas hubiera parecido ridícula e incluso retorcida.
El mundo cambia y los seres humanos somos capaces de vivir de maneras muy distintas. Una pregunta filosófica que no puede descartarse es la de si todas esas maneras son en realidad –es decir, más allá de lo que piense la gente–, igualmente valiosas y significativas.