Las jerigonzas son maneras de hablar en las que se modifican las palabras de acuerdo con ciertas reglas. En el español hay varias de ellas. En México, la más conocida es el llamado idioma de la f. Para hablar en f hay que añadir el fonema “f” a cada vocal y repetirla. De esta manera la palabra “perro” se convierte en “peferrofo”. Hay jerigonzas más complicadas. En el Río de la Plata se usa el verse que consiste en invertir el orden de las sílabas de una palabra.
De esta manera “cine” se convierte en “neci”. En la ciudad de Rosario, en Argentina, existe el Rosarigasino, que consiste en añadir “gas” después de la vocal acentuada de una palabra y luego repetir la vocal de la última sílaba acentuándola. De acuerdo a la regla, “Rosario” se transforma en “Rosarigasario”.
Recuerdo la primera vez que me di cuenta de que mi madre y mi abuela hablaban en f para que yo no entendiera. Me indignó que me excluyeran de su conversación. “¡No hablen en otro idioma!”, les reclamé. Lo que no recuerdo es cuándo me di cuenta de que no era otro idioma y que, además, era fácil descifrarlo. Cuando ya no podían ocultarme nada, mi abuela y mi madre se divertían conmigo con el idioma de la f. En la escuela primaria también jugábamos a hablar así y se organizaban competencias para ver quién lo hacía más rápido. Ignoro si los niños siguen hablando de esa manera. Mis hijos, que ya son mayorcitos, todavía jugaron a hablar en f cuando eran pequeños.
Leí que en Rosario hay una academia del Rosarigasino y que alguien tradujo Don Quijote de la Mancha a esa jerigonza. Que yo sepa no existe en México una academia del idioma de la f. Tampoco sé de alguien que haya traducido el Quijote a esa forma de hablar. Me pregunto si hay algún club en el que la gente se reúna para hablar de esa manera. Lo dudo.
En estos días de encierro obligado se me ocurrió imaginar cómo se escucharía el Quijote en idioma de la f: “Efen ufun lufugafar defe lafa Mafanchafa defe cufuyofo nofombrefe nofo quieferofo afacofordafarmefe”. Se lo conté a mi mujer y pasamos un rato traduciendo al idioma de la f algunos de nuestros poemas favoritos. Nos reímos mucho porque al ponerlos en f les quitábamos toda la solemnidad – “Ufun safaucefe defe crifistafal, ufun chofopofo defe afaguafa” – y, en algunos, casos, se volvían francamente cómicos – “Pafasofo cofon sufu mafadrefe. ¡Quefe rafarafa befellefezafa!–.
Las más grandes construcciones de la inteligencia humana se pueden trastornar con un pequeño cambio en su forma y en su orden. Éste es un dato que puede causarnos gracia, pero que también puede dejarnos perplejos. Entre lo sublime y lo ridículo puede haber sólo una letra.