Juegos peligrosos

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Mis recuerdos infantiles de las áreas de juegos en los parques públicos están teñidos de sangre, sudor y lágrimas. Ahora los juegos son de plástico, bajitos, inofensivos. Antes eran de metal, altos, pesados, peligrosos.

El sube y baja era una trampa segura. El niño que pesaba más se sentaba a ras del suelo y el que pesaba menos quedaba colgado en el aire hasta que su verdugo decidiera dejarlo descender. La maldad más común era que el más gordito se echara rápido hacia atrás para que el sube y baja se precipitara al suelo con todo y el más flaquito, que se daba un sentón de aquellos. No les quiero contar cómo dolían las asentaderas.

Una tarde de otoño de 1970 mi abuela me llevó al Parque Lira. El área de juegos estaba vacía. Fui directo a un volantín. Los lectores más jóvenes quizá no sepan que era eso. El Diccionario del español de México lo define así: “Poste del que cuelgan cadenas de las que se suspenden sillas, agarraderas, etc., para girar en torno suyo, en los parques de juegos infantiles”. No está de más añadir que cuando uno se agarraba de una de las barras que colgaban de las cadenas y corría rápido alrededor del poste, se elevaba del piso, lo que daba la sensación de ir volando. Pues bien, el poste, las cadenas y la barra eran de acero y rechinaban con una melodía característica. Esa tarde di vueltas como si no hubiera mañana, pero cuando me solté del volantín, cometí el error de quedarme dentro del área en la que seguían girando las demás cadenas con sus agarraderas. Una de ellas me dio un golpe seco en la frente. Juro que vi estrellitas. Me salió un chichón enorme.

Tengo un recuerdo más remoto —tan borroso que parece un sueño— de cuando tenía unos cuatro o cinco años y me habían llevado a una de las zonas de juegos de la segunda sección del Bosque de Chapultepec. Un padre columpiaba a su hijo muy quitado de la pena cuando de repente, como si hubiera salido de la nada, apareció un niño a un lado y la esquina afilada del pesado columpio le dio un golpe en la cabeza. El niño cayó al suelo como si fuera un tronco. Los pocos que estábamos cerca nos acercamos. El niño estaba tirado boca abajo, sin moverse. Se lanzaron gritos para llamar a los parientes, pero nadie respondió. ¿Acaso el niño había venido solo al parque? Buscaron a un policía. El padre y el hijo que estaban en el columpio desaparecieron sin dejar rastro. Nosotros también nos fuimos de ahí. ¿Qué le sucedió a ese pobre niño que se cruzó con el trayecto del feroz columpio de acero? ¿Murió de manera fulminante? ¿Seguirá vivo? La duda me ha acompañado toda la vida.

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