Guillermo Hurtado

De lujo y hambre

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

En mi artículo del martes pasado recordé el libro de Ricardo Garibay De lujo y hambre (1981). La mayor parte del texto está compuesto de crónicas sobre las vidas de los muy ricos y los muy pobres en México. En el último capítulo, Garibay hace un esfuerzo por ir más allá de las descripciones y las anécdotas para ofrecer una especie de fenomenología de miseria y la opulencia.

El autor encuentra en la pobreza y la riqueza extremas dos versiones de una deshumanización que no tiene por qué perpetuarse en la historia. Lo humano no puede florecer en ninguno de esos sitios porque en ellos reina el mundo de las cosas, “de los objetos como único horizonte de la existencia —añade en lenguaje heideggeriano—. Los millonarios viven ocupados de administrar sus propiedades, de conseguir la obra de arte adecuada para un rincón de su mansión, de admirar a sus caballos y a sus perros, de vestirse con las mejores ropas, de viajar en los automóviles más caros. Los miserables viven ocupados de conseguir la comida del día siguiente, de encontrar un techo donde pasar la noche, de remendar la ropa que se ha descosido, de conseguir unos zapatos menos viejos para que los pies no se hieran, de que el cuerpo no se enfríe demasiado por la noche. Garibay sostiene —lo cito— que “en uno y otro mundo el espíritu está ausente, por estricta falta de encargo, de trabajo que cumplir. ¿Para qué la lucidez acá o allá? (…) El exceso de cuerpo en el rico, la escasez de cuerpo en el pobre, mantienen por fuerza al alma en estado de espera permanentemente”. Los muy pobres viven por debajo de la condición humana y los muy ricos por fuera de ella. Las dos formas de vida son monstruosas por razones opuestas. Lo grotesco, lo inconcebible, es que vivan tan cerca, una a otra, en nuestro mundo.

Garibay no sabe responder por qué Jesucristo prefirió a los pobres, por qué declaró que son ellos, y no los ricos, los que están más cerca del reino celestial. Si es cierto, como sugiere Garibay, que en la pobreza extrema no hay lugar para el espíritu ¿por qué Jesucristo la privilegió? ¿Por qué no prefirió al equivalente a la clase media de sus tiempos? Que Jesucristo no eligiera a los más ricos, se entiende —son adoradores del dinero— pero a los más humildes, ¿por qué? ¿Qué tiene de admirable la miseria? Garibay cuenta que conoció a un sacerdote jesuita, hijo de una familia muy rica, que le dijo que después de llevar años viviendo entre los más pobres de los pobres, todavía le parecía un misterio la sentencia cristiana. Los pobres no son mejores personas que los ricos: son violentos, traidores, groseros, burdos. Y, sin embargo, decía el sacerdote, hay “mayor cantidad de persona” en cada uno de ellos. Garibay no explica cómo entender esa frase enigmática de “mayor cantidad de persona”. Sospecho que no la comprendió, que no pudo hacerlo.

Garibay conoció muy de cerca, casi en carne propia, los dolores y las humillaciones de la estrechez. Al extraordinario libro de memorias de su niñez —quizá la más poderosa de todas sus obras— le llamó Fiera infancia. Y en la segunda parte de esas memorias, también con un título revelador —Cómo se gana la vida—, Garibay cuenta cómo en cuanto pudo escapar de la pobreza lo hizo con determinación y sin miramientos. Fue entonces, ya como un escritor famoso, que se codeó con los más ricos y poderosos. No podía Garibay sentirse a gusto en ninguno de los dos mundos. No quería volver a la pobreza y despreciaba a la riqueza extrema. En la comodidad de la clase media, él encontró el reposo espiritual que buscaba.

Me parece que Garibay roza el misterio, pero es incapaz de esclarecerlo. Las vidas del mendigo y el potentado son tan diferentes que se puede decir que viven en mundos distintos. Eso lo sabemos. Lo que no podemos dejar de preguntar —si es que queremos entender a la humanidad, por lo menos en su condición presente— es por qué esos dos mundos tan distintos siguen estando —¿estarán para siempre?— en los extremos de nuestra realidad.